Pablo Larraín lleva varios años demostrando ser uno de los realizadores latinoamericanos más talentosos de la actualidad; es más, eliminando ‘latinoamericanos’, la sentencia es igualmente verdadera. Después del grado de redondez alcanzado en sus filmes sobre la época pinochetista, Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010) (auténticas piezas autorales con fondo y forma idiosincrásicos e integrados en armonía), No (2010), que cerró lo que se puede considerar una trilogía, fue una película que pese a sus innegables virtudes, fue un proyecto más ligero, complaciente, un guiño a Hollywood y la forma en que ahí hacen películas. El club (2015) es un retorno a lo que, parece, mejor sabe hacer: cine incisivo, que revisa situaciones complejas en las que intervienen personalidades que también lo son. Y desde la forma visual que lo ataja, declara que no habrá concesiones, ni linduras para con el público; y, sin embargo, ha facturado un filme que visualmente es muy atractivo pero, más importante, que maneja los tiempos narrativos con maestría y el despliegue de una trama llena de espinas con el mayor celo, madurez y severidad.
Cuatro sacerdotes entrados en años, entre ellos el Padre Vidal (Alfredo Castro, piedra angular de los filmes de Larraín) habitan una casa en La Boca, una permanentemente gris costa chilena. Con ellos vive la Hermana Mónica (Antonia Zegers, hasta hace poco esposa de Larraín), quien cuida de ellos, pero también de que observen su penitencia. Los cinco están ‘retirados’. Cada uno carga con un pasado que lo carcome. Todos buscan redención desde la obediencia, aunque un poco de flexibilidad ayuda. Hacen oración, pero también beben (uno más que los otros) y encuentran particular satisfacción en el entrenamiento de un galgo, al que ponen a competir, apuestas de por medio. Larraín se toma su tiempo (y el nuestro) para desvelar qué es lo que nos está contando, cuáles son los temas que irá explorando. Al principio nada es claro; todo ambiguo y nebuloso. Visualmente lo acentúa Larraín no sólo utilizando una paleta de colores grisácea, como el cielo desteñido que se impone sobre el mar, sino que utiliza un campo de visión apretado e incluso favorece los cuadros dominados por la penumbra y una especie de bruma que dificulta la visión en secciones del plano. Con gran destreza narrativa, paulatinamente va descubriendo rasgos personales, vicios, misterios, y cuando llega otro sacerdote a este exilio, y su pasado pederasta lo alcanza, se desata una tragedia que exige la presencia del Padre García (Marcelo Alonso), experto en resolver crisis. El joven religioso intentará desentrañar el enigma en el que parecen estar todos los habitantes de la casa involucrados, confrontándolos con sus truculentos pasados e imponiéndoles disciplina mientras, les advierte, para cuidar los intereses de la Iglesia, tendrá que cerrar esa casa. Las resistencias que enfrentará se irán agudizando al tiempo que su fe es puesta a prueba y su compromiso con la Iglesia desafiado. En esta magnífica historia contada en tono de fino thriller, Larraín es sumamente cuidadoso en no satanizar a nadie; elige (junto con sus coescritores, Guillermo Calderón y Daniel Villalobos), forjar personajes tridimensionales, víctimas de sus propios defectos, atrapados entre la divinidad a la que aspiran y la humanidad imperfecta que padecen, dentro de una institución en ocasiones atrapada en sus propias vacilaciones. Habrá ojos que quieran ver sentencias, pero las almas sosegadas lo que encontrarán en este formidable filme son, en realidad, serios cuestionamientos. Y no es poca cosa.
Consulta los horarios en: Cineteca Nacional, Cine Tonalá
Fecha de estreno en México: mayo 6, 2016.