Tras una década de lucha a muerte por el cambio político y social para acabar con el franquismo, el espíritu en la gente ha mutado. El futuro se sitúa en 1982, año de la reinstauración de la democracia en España con el ascenso a la presidencia de Felipe González. Pero, aunque algunas de las conversaciones de los asistentes a la fiesta que se desarrolla durante todo el filme tienen que ver con posturas políticas, con expectativas en el nuevo gobierno, con opiniones ligeras sobre el terrorismo de la ETA, su espíritu está más comprometido con ideales etéreos, con el alcohol y las drogas, con sus peinados asimétricos y su colorida ropa, con la incesante música: muchas canciones son adaptaciones pop de clásicos del rock inglés.
El futuro de aquellos personajes es hoy; es la crisis española; es los sueños truncados de miles de jóvenes; es el director Luis López Carrasco dedicándole esta película a sus padres; es la letra ingenua y apocalíptica de una de las canciones de antaño que parece describir el paisaje decadente de la urbanidad del presente. Aunque comunicado con música contestataria, estética cruda y vintage plasmada en 16 mm, con personajes oníricos, todo retratado bajo la sensación fragmentaria y difusa de los recuerdos (máxime si estos son recuperados a través del filtro de sustancias distorsionanadoras), el mensaje de El futuro es duro, si se logra llenar los huecos con información que el director espera que el espectador aporte. Viéndola bien, los personajes de El futuro se asemejan a los de un retrato de Instagram, que compensan su frivolidad o ingenuidad con una paleta de colores desgastados y con la impotencia de la nostalgia por lo irrecuperable.
SOR (@SofOchoa)
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