En un paisaje español, desolado y quemado por el sol, aparece un hombre vestido como un caballero de finales del siglo XVI que se lanza contra un molino de viento con intención belicosa. Es claramente una cita del pasaje más famoso de Don Quijote de la Mancha, la magnánima novela Miguel de Cervantes Saavedra, en la que el héroe cree estar en combate contra un gigante. Inmediatamente, la ficción sale a la superficie, la filmación se detiene cuando el actor sabe que sigue sin hacer una buena interpretación. El motor que movía las enormes tablas del molino se rompe. En este punto está claro, no es la proyección mental de un viejo terrateniente, un poco alienado, quien ha leído demasiados romances caballerescos, sino que se trata del comienzo de las increíbles aventuras de Toby (Adam Driver), un director de publicidad que ha llegado a las tierras españolas del desierto para dirigir un anuncio, evidenciando su fastidio por las condiciones climáticas y las dificultades del rodaje. Él es deliberadamente molesto; es una especie de artista frustado, aburrido y mujeriego que desde hace mucho tiempo abandonó las ambiciones creativas iniciales para ser engullido por la adulación del mundo del entretenimiento y las tentaciones de la carne, en primer lugar, constituidas por la bella esposa de su jefe, Jacqui (Olga Kurylenko). Pero cuando se encuentra con una copia de una de sus viejas películas vendidas por un gitano en un restaurante, la nostalgia por lo que era lo invade: un estudiante de cine lleno de esperanzas e ideales, que en una aldea cercana filmó su primera película sobre Don Quijote. De esta manera, Toby decide regresar a los orígenes y al pueblo pintoresco de La Mancha, pero ahí se reencontrará con muchos seres desdichados, melancólicos y locos, incluyendo al viejo actor que interpretó a Don Quijote (Jonathan Pryce).
Terry Gilliam intentó hacer una película basada en la obra de Miguel de Cervantes durante casi treinta años. Entre fracasos y nuevos intentos, el proyecto se convirtió en una producción tan maldita -todas estas peripecias se narran en el documental Lost in La Mancha (2002)- que muchas veces se pensó, incluido el propio director- que jamás podría materializarse. ¿Valió la pena tanta espera? Además de ser un proyecto de vida en sí mismo y una versión moderna del clásico de la literatura caballeresca española, El hombre que mató a Don Quijote (The Man Who Killed Don Quixote, 2018) es una lectura visionaria y al mismo tiempo cínica de la realidad; contiene todas las cualidades del mejor Terry Gilliam, además de un toque de melancolía y metaficción. El filme no constituye una reconstrucción fiel de la fuente original, sino una obra sobre sus raíces, visual y diegética, transpuesta magistralmente a una contemporaneidad afectada por el mismo cinismo que distinguió a los contemporáneos del delirante Don Alonso, quien se burló de sí mismo, del pobre viejo e "ingenioso hidalgo", por sus desvaríos utópicos. Todos los aspectos de la realidad planteada en la ficción parecen ocultar un lado oscuro, una verdad oculta. Los lugares, los objetos, incluso los hombres en El hombre que mató a Don Quijote son figuraciones ambiguas, casi metafísicas que, sí, parecen miméticas en la superficie, pero subtienden un alma arcana e inquietante. Es un juego de espejos, de reflexiones escalonadas y desviadas, que no solo hace que Don Quijote vea lo que no existe y que Toby se confunda varias veces, sino que también el espectador cree que algunas apariciones surrealistas son un espejismo. De hecho, elementos paradójicos como el caballero cubierto con espejos que invita al anciano paladín detrás de la máscara a una batalla singular ocultan una cara mucho más concreta. También es Terry Gilliam quien juega, con sabiduría y continuamente, con nuestras expectativas, confundiéndonos de manera cada vez más inventiva.
Fecha de estreno en México: 14 de diciembre, 2018.
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