En El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018), Jean-Luc Godard explora más allá de la supuesta dicotomía entre cine narrativo y cine emocional -si se permite el uso de estas categorías- para ir directamente al grano con un cine, el suyo, que está salpicado de conceptos y referencias históricas, filosóficas, artísticas y políticas. No son simples afirmaciones eruditas, tampoco teoremas ilustrados de una manera más o menos comprensible, sino un intento por hacer filosofía con las imágenes. Aunque la imagen contiene en su misma composición lo opuesto a sí misma -existe el acto de construir una representación, pero al mismo tiempo no tiene nada que ver con la representación como tal-, el director le otorga el estatus de concepto, para hilvanar un discurso en torno a cómo, cuando el lenguaje está en silencio, entonces es la imagen la que debe hablar. Una vez más, como lo enfatizó en su serie Histoire(s) du cinéma (1989-1999) -la monumental película de ensayo lanzada en ocho capítulos, y que es probablemente la obra teórica más importante de su carrera- el director está obsesionado con el “ser” de la imagen cinematográfica, tanto que se permite deformarla, arrugarla, ensancharla, ralentizarla, yuxtaponerla. Godard usa la misma imagen como un germen, no como un dato, sino como el fruto de un proceso variable que permite un sinfín de vínculos y relaciones, como una operación para cambiar siempre los factores: el color, el formato, el grano, el soporte, el sonido, la música. Al trabajar sobre la imagen como material sensible, la degrada para mostrar su vitalidad y, por lo tanto, ¿su mortalidad? Tendemos a ver en este Godard una especie de asesino de la imagen, un alborotador contra la claridad, un provocador contra la forma del cine convencional. Lo que se nos escapa es que Godard no inventa nada, a lo sumo reelabora un asesinato que ya ha ocurrido -desde las teorías de montaje de los soviéticos hasta la pura materialidad fílmica de Peter Tscherkassky, pasando por los ensayos cinematográficos de Harun Farocki que cuestionan la producción de imágenes- para luego reanudarlo y enviarnos su crónica, en forma de ensayo audiovisual, aclarando que las imágenes no son suyas, sino que forman parte de un repertorio histórico -la gran mayoría son imágenes encontradas en el océano de la historia del cine-, que cuando las modifica al punto de distorsionarlas, emite un nuevo discurso en torno al lenguaje, la imagen y la comunicación.
Imágenes de las manos -desde aquella que empuña la navaja de afeitar en la apertura de Un perro andaluz (1929) hasta el detalle de un dedo índice apuntando hacia arriba en el cuadro San Juan Bautista de Leonardo da Vinci- proliferan en las primeras etapas de El libro de imágenes. Esto sirve para presentar la película en una estructura de cinco capítulos (como los cinco dedos de una mano) y la estrategia estética general basada en un recorrido por la historia de las imágenes audiovisuales en movimiento, comenzando así desde el silencio y llegando a la televisión y los reportajes de periodismo participativo realizado con smartphones, sobre el cual se superponen sus palabras, habladas por él y por otras voces o escritas en la pantalla. Pero, lo que es más importante, nos recuerda la creencia de Godard de que un cineasta es idealmente alguien que trabaja con sus manos, operando pequeños instrumentos (como una cámara) o materiales (como los rollos de celuloide). “La imagen nos atormenta”, sentencia el cineasta, y él tiene una buena razón, ya que él es el primero en pagar el precio. ¿Qué más decir cuando todo parece haberse dicho ya? ¿Qué más mostrar cuando todo parece haber sido visto ya? Para el exponente de la ‘nouvelle vague’, el cine perdió el encuentro con su siglo. El cine no es un arte del siglo XX porque, en lugar de expresar plenamente sus posibilidades pictóricas y visuales, decidió hacerse una ilustración de las historias de la novela del siglo XIX. Es decir, la imagen cinematográfica, en lugar de ser ella misma, se ha convertido en una ilustración de la palabra escrita. Se puso, por así decirlo, al lado de la palabra y fue subyugada por ella. En este sentido, si la imagen se convierte en una ilustración de una narrativa, tiende a unirse y “hacerse uno” con la palabra, pero Godard siempre ha pensado que el cine podría y debería recuperar la naturaleza rota y antagónica de lo visual. Entre muchas otras interpretaciones, Histoire(s) du cinéma fue un intento de devolver la voz a la dimensión pictórica e intransitiva de la imagen para liberarla de la jaula que la unía a la palabra. Intransitivo (o estéril como diría Gilles Deleuze) porque la imagen debe liberarse de la “violencia de la representación” (como dice Godard cuando cita a Edward Said) a través de la cual siempre termina refiriéndose a otra cosa, para comenzar a referirse solo a sí misma. En esta contrahistoria del cine, donde se trataba precisamente de redimir la imagen de la palabra en la que nació, sin embargo, ya había un problema implícito (como lo señala acertadamente Jacques Rancière en La fábula cinematográfica): este acto de redención terminó por vincular imagen y palabra indisolublemente para ser ‘uno’ al lado del ‘otro’ (o, mejor dicho, para hacer del ‘otro’ el reverso del ‘uno’). Godard siempre ha tratado de usar la palabra no como un pegamento del ‘uno’, sino como un arma para romper la unidad de la imagen, así como lo manifestó en Adieu au langage (Adiós al lenguaje, 2014) cuando colocó una cámara contra la otra para representar el retorno espectral del ‘otro’ frente al ‘uno’. Para decirlo más claramente, si la imagen se puede sustituir con la palabra, el riesgo es siempre tener que partir de la palabra, y necesitarla, para poder llegar a una dimensión auténticamente pictórica (intransitiva). Y por lo tanto, como dice Rancière, nunca poder abandonar el modelo del cine ilustrativo-narrativo. El libro de imágenes es, entonces, un “juego” intelectual, un rompecabezas roto, un laberinto confuso, compuesto por más de 100 años de movimiento, de desorientación, de retorno infinito, que no busca ningún tipo de linealidad y equilibrio, pero que, para quienes deciden jugarlo, también tiene un encanto lúdico, una capacidad de participación hipnótica que nos permite pensar constantemente en el antes y el después del acto de mirar y en los alcances de las imágenes.
Fecha de estreno en México: 19 de julio, 2019.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cinemex, Cineteca Nacional