Sin dinero, desempleado, incapaz de pagar sus deudas y cercano al desalojo, Sam (Andrew Garfield), un joven treintañero que vive solo en Los Ángeles, pasa días tras día sin hacer nada de provecho, espiando a sus vecinos con sus binoculares y exprimiendo los últimos centavos que le quedan en cigarros, café y un poco de comida. Una tarde, el joven ve por primera vez a Sarah (Riley Keough), una de sus vecinas, enamorándose de su actitud enigmática y su belleza deslumbrante. Cuando la mujer desaparece al día siguiente, Sam comienza una búsqueda desesperada, rastreando una serie de peculiares pistas, incluyendo símbolos y códigos que lo llevan a numerosos rincones de la ciudad. En toda esta odisea, Sam se reencuentra con su viejo amigo (Topher Grace) obsesionado con la tecnología y la vigilancia; conoce a un paranoico autor de novelas gráficas (Patrick Fischler), que sabe muchos oscuros secretos de la metrópolis; asiste a neobarrocos performances de la extravagante banda musical Jesus & The Brides of Dracula; e intercambia puntos de vista con un trío de amables y jóvenes actrices (Grace Van Patten, Sydney Sweeney y Bobbi Salvör Menuez). Todos ellos -consciente o inconscientemente- arrojan huellas sobre el pasado y posible ubicación actual de Sarah. Sin embargo, Sam se siente apabullado ante las montañas de información y los intrincados laberintos que debe descifrar, empujando a su ‘yo’ desmotivado al límite, descubriendo varias realidades y sumergiéndose en las entrañas de Los Ángeles.
Reinventar el film noir con un halo de misterio preponderante parece ser el objetivo que David Robert Mitchell se fijó inmediatamente después del extraordinario éxito, de crítica y audiencia, de It Follows (2014), una visión contundente y perturbadora sobre la psique adolescente del siglo XXI. Ahora, en El misterio de Silver Lake (Under the Silver Lake, 2018), el director se esfuerza demasiado por ser extraño y críptico; si bien es cierto que les da la bienvenida a las teorías de la interpretación y a la decodificación de los símbolos, Mitchell está muy poco involucrado en crear una narrativa sólida y cohesiva, y su guion termina enredándose en una serie de homenajes, incluyendo el acertijo que involucra a James Dean o los constantes guiños a Alfred Hitchcock y David Lynch. Sin embargo, todas estas referencias funcionan para intentar atrapar al espectador en un viaje repleto de intrigas, cultura pop y psicodelia. El protagonista es una especie de extraño heredero del Philip Marlowe de Humphrey Bogart; cansado, desilusionado y mujeriego, pero audaz y decidido a atrapar la verdad contra toda adversidad. El oscuro erotismo, la violencia oculta que emerge abrumadoramente en una secuencia sangrienta, un suspenso poco visionario, pero constante, son los pedazos de la enigmática tela en la que Sam se envuelve poco a poco. A medida que avanzan los minutos, aumentan los códigos (que exigen ser descifrados) y los símbolos (que gritan ser examinados), y Sam se mantiene atento y comprometido con la resolución de éstos. Los mensajes subliminales, la teoría de unos pocos que dominan la sociedad en la que vivimos, las frases ocultas en las canciones son, de hecho, el corazón que caracteriza la investigación de Sam, quien paulatinamente cae, como la propia película, en un sentido de profunda paranoia -que se refleja en la puesta en escena y el estilo visual, cada vez más suspendidos entre la realidad y los tonos oníricos- hasta que sucumbe, víctima de su propia ambición.
Fecha de estreno en México: 14 de junio, 2019.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cinemex, Cineteca Nacional