La vida del inadaptado vampiro de 13 años, Rudolph, se complica cuando él y su familia son atacados y perseguidos por Rookery, un cazavampiros despiadado, escoltado de su torpe secuaz Maney, luego de que se reunieran para celebrar su fiesta de cumpleaños. A pesar de los intentos de escape, la mayor parte del clan es atrapada en las catacumbas donde se estaba organizando la celebración, mientras que Rudolph, sus padres y su hermana Anna huyen en busca de refugio y ayuda. Es en ese momento, durante la persecución, que Rudolph accidentalmente se cruza con Tony, un niño estadounidense de la misma edad cautivado por los mundos de fantasía y quien, a pesar de los peligros y de su propio miedo a los mitos y leyendas que rodean a los vampiros, decide ayudarlos con la intención de derrotar a su cruel perseguidor y rescatar al resto de la familia de su nuevo amigo.
El pequeño vampiro (Little Vampire, 2018), dirigido por Richard Claus (The Thief Lord, 2006) y Karsten Kiilerich (Albert, 2015), es el segundo intento de adaptación cinematográfica de la obra de la escritora alemana Angela Sommer-Bondenburg, Der Kleine Vampir, y el resultado es un filme animado entretenido, pero cuyo guión presenta algunas deficiencias. La película comienza de manera intempestiva y, sin previo aviso y sin el tiempo suficiente para involucrarse con los personajes, el espectador se encuentra ya en el primer punto climático del filme. Los momentos iniciales de la obra son contados con demasiada premura y llegan rápidamente a lo que les interesa relatar: la amistad entre un “monstruo” y un niño. Por lo mismo, es a la mitad del filme donde hay algunas mejorías; a cada aspecto se le da su tiempo, y los personajes comienzan a desarrollar una autonomía, una personalidad. Por otra parte, a pesar de la riqueza imaginativa y expresiva que presentan los libros de Sommer-Bondenburg, la profundidad psicológica y los matices que tendrían que tener los personajes, son sustituidas por acartonadas copias de las caricaturas clásicas. El ejemplo más representativo está en el villano Rookery, quien, además de contar con el típico ingenuo secuaz, no articula más que diálogos compuestos por dichos o frases hechas que simbolizan su crueldad. Es una especie de Brutus, el enemigo mortal de Popeye, pero lleno de una maldad cursi. Otro de los grandes problemas que impiden que el espectador logre involucrarse con el filme, es la música. Compuesta, al igual que los diálogos, imitando las canciones de las caricaturas silentes de antaño (Tom and Jerry, por ejemplo), la música no consigue mezclarse con las imágenes que se nos presentan ni con la narrativa, pues más que acompañar a la historia, la aplana mediante excesivos cambios de tensión y el uso desmesurado de adornos, como si no contáramos con los diálogos y fuera necesaria la música como co-narradora. En otras palabras, pareciese que la música invade a la película buscando protagonismo; ensordece la voz de los personajes y a la narrativa misma. Por último, si bien el estilo y el trazo del dibujo aportan la ternura que exige el relato relacionándose de manera congruente con la historia, con los espacios sombríos de colores gélidos y con los escenarios inspirados en la arquitectura gótica, la animación tosca y aletargada, dificulta la percepción de su calidad.
Fecha de estreno en México: 2 de febrero, 2018.