La del Rey Arturo es una leyenda medieval que tiene un atractivo especial para ser llevada al cine. No sólo son los gloriosos paisajes británicos en que suele desarrollarse, ni los majestuosos castillos que habitan los reyes, sus familias y sus cortes, ni los vistosos vestuarios que adornan tanto a unos como a otros. Incluso en versiones más austeras, como la de Bresson (Lancelot du Lac, 1974), los temas morales (el deber, la lealtad, el valor, la, eh, caballerosidad) y místicos que la historia aborda, y el significado simbólico que representa la búsqueda del Santo Grial son suficientemente atractivos para sostener un filme; bueno, varios. Para Guy Ritchie (Snatch), por supuesto, la promesa de acción continua y violencia, además, se presentaban como el gancho idóneo para desenvainar sus habilidades fílmicas. La historia es de casi todos conocida. Esta versión, King Arthur: Legend of the Sword, inicia cuando el castillo del rey Uther Pendragon (Eric Bana) es atacado. Su esposa es asesinada y, antes de morir, él salva a su pequeño hijo, Arthur, colocándolo en una balsa para que el río lo lleve lejos. El niño llega a Londinium (el Londres de la época romana), donde crece entre prostitutas y vagos, pero también donde aprende el arte de la supervivencia. En una elipsis a la Ritchie, nos ahorramos muchos años y copiosa narración viendo cómo el niño se convierte en un fornido Arthur (Charlie Hunnam), diestro además en el arte de la espada, el arco y la flecha y, también, la lucha cuerpo a cuerpo contra diez enemigos, o los que hagan falta; saliendo siempre victorioso, obviamente. Mientras tanto, su tío, Vortigern (Jude Law), un ser maligno y ambicioso, se convirtió en rey a la muerte de su padre y, desde entonces, despliega su poder con fogosa crueldad. Y, claro, busca a la persona capaz de rescatar la famosa espada (Excalibur) de la piedra, para saber quién es aquél que podría arrebatarle su trono, corona, dominios, popularidad y, por ende, la vida. Cuando Arthur demuestra ser él el caballero de la espada en la piedra, las cartas están echadas y, en colaboración con un variopinto grupo de otros caballeros (aún sin mesa redonda, pero con peculiares rasgos como el color de piel negra y los ojos rasgados, incluso en tiempos de celtas, anglos y sajones), y la ayuda de una atractiva y misteriosa maga (Astrid Bergès-Frisbey), si bien renuente, intentará recuperar lo que el destino ha marcado que le pertenece. Las batallas serán, ahora sí, de dimensión épica.
Guy Ritchie es fanático de la pirotecnia en todas sus presentaciones (visual, verbal, conceptual, hasta narrativa). Es un británico muy agringado. La verosimilitud de la trama (máxime cuando se trata de un filme basado en una historia que fusiona hechos reales con otros que no lo son. El filme arranca, para abrir boca, con unos gigantescos elefantes digitales galopando), la exploración a profundidad de los temas trascendentales que la leyenda presenta, incluso la rigurosidad histórica de vestuarios, acentos y expresiones orales, le tienen sin demasiado cuidado; lo elemental para él, queridos Watsons, es el espectáculo. En pos de él, tiende a transgredir deliberadamente, eh, lo que sea necesario. Por ejemplo, se obstina (pa´variar) presentando personajes que se regodean hablando ese cockney que tanto le gusta y ostenta, con todo y bromas y slangs contemporáneos, como si estuvieran con él en el pub. Permitir, además, que el gran David Beckham haga su debut cinematográfico, sin balón a sus pies, es solo otra de sus excentricidades (pensada con el ojo puesto exclusivamente en esa portería que es la taquilla). Que haya prescindido del personaje del Mago Merlín, de Lancelot y Guinivere es, parece, otra extravagancia (si no es que el gancho para una saga posterior). Pero, eso sí, hay tanto exceso de CGI que por momentos King Arthur: Legend of the Sword parece película de animación e, igualmente, Ritchie acude constantemente a su tan patentado como artificioso juego de secuencias de ritmo vertiginoso a partir de cortes relampagueantes y aceleración de las acciones, así como a la enfatización (parecería obvio en una película como ésta, no necesariamente lo es) de la violencia, en este caso explotada en los combates que se le presentan como banquete para su parafernalia visual. Y, por supuesto, no podían faltar los habituales guiños a su gran ídolo, Tarantino. Como la dramática escena de la oreja que, cuando menos, forma parte de la mejor lograda secuencia del filme, y la más emotiva: en la que el vínculo padre-hijo (el tropo que da origen y sentido narrativo a este filme), entre Black Lack (Neil Maskell) y Blue (Bleu Landau), ofrece el único auténtico momento del filme que es al mismo tiempo humano y conmovedor. Empero, lo importante, a fin de cuentas es que Guy Ritchie confirma ser un gran director publicitario, incluso cuando no tiene productos que anunciar, ni vender; además de sí mismo, claro está.
Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
Fecha de estreno en México: 12 de mayo, 2017.