En el lanzamiento de un libro de poesía escrito por Mariela (Bárbara Lennie), uno de los presentadores, Lucio (Juan MInujín), señala que son las palabras, la óptima elección de ellas, las que posibilitan el cambio en una realidad cada vez más ajena a la imaginación. Y, precisamente, su nuevo trabajo (además de ser crítico literario) consistirá, como profesor suplente en un colegio público, en enseñar literatura a jóvenes adolescentes que viven en condiciones ásperas en un barrio bravo de Buenos Aires. Para los muchachos y muchachas las letras no solo son más áridas que las calles que habitan a diario, sino que son la representación de algo tan etéreo como estéril, tan inaccesible como indómito. Pero para Lucio, un hombre ambicioso, que incluso ya ha escrito una novela, no parece ser el trabajo más estimulante, y menos como, eh, suplente. Aunque no tiene demasiada opción. Además, su padre, conocido como “El Chileno” (Alfredo Castro), es un personaje de la zona, conocido por todo mundo, y que se encuentra ultimando detalles para abrir un comedor comunitario, pese a que ha quedado entrampado en el fuego cruzado entre el actual alcalde (que busca su próxima reelección) y un personaje oscuro conocido como “El Perro”, narco de la zona, que quiere competir electoralmente por la alcaldía y el control absoluto del territorio. Por si fuera poco, los problemas de salud de “El Chileno” se agudizan. Mientras, Lucio se esmera en entusiasmar a sus alumnos, y algunos se ven involucrados en asuntos de drogas al interior del colegio (muy probablemente vinculadas a “El Perro”), que provocan la intervención del Ejército; ejercita su paciencia con la rebelde hija preadolescente que comparte (en sangre y tiempo semanal) con su exmujer, Mariela, quien ya ha reanudado su vida amorosa, con otra mujer; intenta, también, retomar sus desahogos sexuales con una colega escolar; ayuda a su padre con el comedor, además de acompañarlo a sus citas médicas; se afana en involucrarse en la vida de sus alumnos más vulnerables y/o con potencial para escapar de ese entorno; es decir, realiza labores de malabarismo que envidiaría cualquier experto circense, caminando por si fuera poco, como equilibrista, sobre un delgadísimo alambre que amenaza con reventarse en cualquier momento. 

Son varias líneas las que se atraviesan, en múltiples direcciones, en el entramado narrativo de El suplente, filme del argentino Diego Lerman. En clave muy cercana a la del realismo social, rodeando el elenco de talentosos actores con chicos no profesionales, el director compagina lo personal con lo comunitario, balancea el incisivo comentario social con la disección del conflicto existencial de un hombre de edad mediana pasando por un período en el que parecen desmoronársele sus certidumbres, e incluso sus asideros. Va y viene, en bumerán, de un ámbito al otro y en ocasiones, cuando la coyuntura lo reclama, fundiendo ambas vías en una, que muestra al individuo involucrándose íntegramente en los problemas de los otros y, de ese modo, aliviando las convulsiones que aloja en su interior. No se trata del clásico filme del docente que con su sapiencia y visión más amplia del mundo llega a imponer su superioridad y, por las buenas, las malas o las regulares, domestica a los pupilos inoculándoles valores, principios que los rescatarán mágicamente del despeñadero en el que se encuentran; pero tampoco la versión opuesta, panfletaria, en la que el profe es encandilado por las lecciones de vida que recibe de sus enseñados; se trata más bien de un híbrido, en el que el maestro sí incide activamente en el destino de varios de los muchachos (uno en particular), pero recíprocamente se beneficia de modo profundo con la experiencia a la que está expuesto, y pone en perspectiva sus problemas no de manera conceptual ni desde el paternalismo, sino experimentando de cerca realidades que muchos sienten lejanas pero que de una, otra u otra forma terminan incidiendo en las vidas de todos, incluso de quienes no se dan cuenta. 

El tema de narcotráfico contamina todo el ambiente ahí donde se enquista (que es ya en buena parte de los países; en unos, como el nuestro, en mucho mayor medida, como bien lo sabemos) y El suplente muestra el daño expansivo que va detonando por todos lados de diversas formas, no solo en lo más evidente que es la violencia inherente a su dimensión criminal, sino en una galería de cuestiones como son la cooptación de jóvenes para ser usados como carne de cañón; el envenenamiento de chicos y chicas desde antes que tengan siquiera edad y capacidad de tomar decisiones propias; la obligación a que éstos tomen partido con uno u otro bando descomponiendo las relaciones naturales de los jóvenes; la cancelación por una u otra razón del futuro de la mayoría; y esta situación cimentada en la complicidad política y, sobre todo, en la impunidad generalizada. Al verlo en una realidad más acotada, no podemos no pensar que en México es la cotidianeidad de cada vez más personas, porque en este país se le ha cedido el control territorial al crimen organizado en muchas áreas del país, en estos últimos cuatro años, con un gobierno cómplice; resulta desolador, por más que se piense en la posibilidad de las acciones individuales de personas como “El Chileno” y de su hijo, “El suplente”, entre otros, que por fortuna siempre existen, en todas partes. El imaginarlo a partir de lo visto en esta película argentina, formidablemente interpretada en cada uno de los roles puestos en pantalla, es descorazonador y encabronante. Por más que las acciones individuales (con el auxilio del rescate de las palabras bien elegidas), deviniendo colectivas, puedan eventualmente reparar lo que, en apariencia, no tiene ya remedio. 

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