Ema (Mariana Di Girolamo) es una mujer presa de un creciente sentimiento de culpa por abandonar a su hijo adoptivo, el pequeño Polo, después de un episodio de piromanía que terminó de la peor manera. Ella está obsesionada con ese cariño que conquistó pero que luego dejó ir, viviendo llena de resentimiento hacia sí misma y hacia su esposo Gastón (Gael García Bernal), a quien ve como una figura “culpable” por el hecho de ser un hombre estéril. Su creciente amargura la lleva primero a abandonar el hogar conyugal, luego a renunciar a su trabajo como profesora de baile en una escuela y finalmente a abandonar la compañía de baile de la que Gastón es el director. Ema comienza a actuar, junto con los compañeros que la siguieron, en performances callejeros de reggaetón; lo hace en el contexto de los cambios de humor de una ciudad, la de Valparaíso, que la atrapa a ella y a sus amigos, alimentándose de sus espectáculos y de la carga sexual de sus cuerpos y luego los relega constantemente a sus márgenes, con el espejismo siempre en segundo plano de una existencia diferente, más allá del puerto que delimita la ciudad. La existencia de Ema parece caracterizarse cada vez más por un nihilismo autorreferencial, pero la imagen del pequeño Polo todavía está presente en su cabeza y se convierte en el motor principal de sus acciones.
Después de evidenciar un interés casi obsesivo, pero sumamente controlado, en la reconstrucción de distintos periodos históricos y relevantes del siglo XX -asociados a la dictadura (Tony Manero, 2008; Post Mortem, 2010; No, 2012), los efectos de la violencia dogmática (El club, 2015) y las deformaciones del poder (Neruda, 2016)-, Pablo Larraín asiste a los trastornos y los pasajes de la época actual. Muy similar a las estrategias empleadas en Jackie (2016), Ema (2019) cuenta la historia de la odisea de una mujer y su sensación de insuficiencia en el Chile contemporáneo y en un contexto subterráneo, un poco punk y andrajoso, pero en general en una sociedad libre que ya no es aplastada por el terror de los años oscuros, incluso la reflexión sobre el poder, aunque presente, se separa de su dimensión más estrictamente política y se transpone a la vida cotidiana, en una especie de cuadrilátero de amor en el contexto de un país que (y el director tiene claro esto) aún no ha superado los fantasmas de su pasado reciente. Larraín yuxtapone en Ema la mirada cercana, a veces casi asfixiante, a la cara de su protagonista con números de baile cuya representación divide, casi plásticamente, la película en dos partes: primero la dimensión abstracta, simbólica y desmaterializada de los bailes de la compañía, bañados en colores iridiscentes que reproducen el fuego alegórico que motiva las acciones de la protagonista, relegándola, sin embargo, a la esfera de la alegoría; más tarde, la carga física, terrenal, hecha de cuerpos, sudor y materialidad “desvergonzada” del reggaetón es una alusión a la superación del encierro emocional. Una expresión de baile de impulsos anarquistas mezclados con lo sexual y que encontrarán su expresión directa en el fuego real. Ema es una estrella que arde, y quien se acerca demasiado se quema con ella. Toda la película se vuelve de manera irrevocable en un universo cromático dominado por el rojo, mientras que la narración parece sumarse al ritmo de ese reggaetón que baila la protagonista; y es la danza misma la que mantiene el tiempo, en una sucesión que oscila de lo frenético a lo silencioso con palabras y emociones que se exaltan y cuerpos que se estiran. El drama íntimo de Ema se convierte en un emblema indirecto de las persistentes distorsiones de una estructura social enferma, que continúa marginando a las minorías, políticas, étnicas y sexuales, mirando sospechosamente cualquier producción artística que de ahí provenga. El filme confirma -incluso lleva a un nuevo nivel- la investigación realizada por Larraín sobre la imagen y su capacidad para convertirse en una historia; lo hace al encontrar sus puntos fuertes en la extraordinaria configuración fotográfica de Sergio Armstrong (El club, 2015), tanto en la abstracción de los colores del baile como en la consistencia terrosa y física de los exteriores urbanos, así como en la insistencia en los paisajes de la ciudad y en los lugares de drama, que hacen del centro urbano de Valparaíso más que un simple telón de fondo. Es precisamente en esta sociedad, finalmente esquizoide como cualquier otra democracia, que el director logra narrar por primera vez la dinámica del poder en las relaciones emocionales y quizás prefigurar, pero el espectador decidirá la posibilidad de nuevos lazos, familias, conexiones amorosas. En Ema, todos los personajes son, de hecho, más o menos conscientemente bipolares, por lo tanto, responsables de tener que encontrar un equilibrio entre el deseo y el deber, entre el impulso y la conservación. Pero en la visión muy refinada de Larraín, si la mujer como ser femenino incorpora cosas, experiencias y sensaciones nuevas utilizando la expresión artística para auto absolverse y liberarse, el hombre mira y usa el arte sólo como un instrumento escénico, sólo lo entiende desde un punto de vista ritual. De esta manera, el relato se convierte en un camino de conocimiento y comprensión, no sin preocupaciones, sobre la diferencia en la percepción emocional y la curación del dolor, en la autocomprensión y la autoabsolución.
Fecha de estreno en México: 13 de marzo, 2020.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cinemex, Cineteca Nacional