Con la intención de apuntalar su carrera política, un alto funcionario del gobierno mexicano (Ernesto Gómez Cruz) decide fingir la captura y muerte del criminal más buscado del país, conocido como El Coyote (Alonso Echanove). Para llevar a cabo dicho montaje, se pone de acuerdo con la familia del capo y le encomiendan a un sicario, conocido como Topillero (Rafael Inclán), que consiga un cadáver con el mayor parecido posible al Coyote. Todo se complica cuando Chico (Julián Pastor), otro delincuente al que a su vez Topillero contrata para que le proporcione un cadáver útil para la operación, le entrega un cuerpo que no cumple con las exigencias. Tras la discusión que se produce entre ambos al momento de la entrega en unos baños públicos, aparece, por azares del destino, un muchacho llamado Ernesto (Humberto Busto) que despierta las sospechas de Topillero, quien decide llevárselo como rehén con ayuda de sus cómplices (Jorge Adrián Espíndola y Giovanna Zacarías). El muchacho los conduce hasta la casa donde vive con su madre, Dalia (Elpidia Carrillo), quien resulta ser la exmujer de Topillero. Tras el peculiar reencuentro familiar, y a pesar del rencor que le tiene a su exmarido por haberlos abandonado cuando su hijo era un niño, Dalia accede a ayudarlo a cumplir con la misión que le ha encomendado la familia de El Coyote. Pasarán entonces por una serie de delirantes peripecias para conseguirlo, al tiempo que un misterioso asesino a sueldo (Raúl Adalid) les seguirá los pasos por donde quiera que vayan.
Tras más de una década desde su primer largometraje (Un mundo raro, 2001), Armando Casas dirige un filme que pretende abordar con humor una temática que va siendo tratada –cada vez con más frecuencia– por el cine mexicano en diversos registros, y que tiene que ver con el impacto social del crimen organizado –como El infierno (Luis Estrada, 2010), Miss bala (Gerardo Naranjo, 2011) o Heli (Amat Escalante, 2013). Más allá del señalamiento de los presuntos contubernios entre las autoridades y los capos de la delincuencia, la originalidad de la propuesta de esta comedia radica en su intención de explorar los efectos del auge criminal al interior de una familia rota que se vuelve a unir, precisamente, para cumplir con una misión encomendada por la mafia. El tono irónico que persigue la película se establece desde la primera secuencia, en la que, dentro de una iglesia, el personaje de Joaquín Cosío (en uno de los muchos cameos por parte de diversos actores a lo largo del filme) discurre sobre los caminos inescrutables del Señor cuando, de repente, recibe un disparo en la cabeza. Conforme transcurre la historia, este tipo de humor se va desdibujando y deriva en una comicidad más bien burda y simple, plagada de clichés ya anacrónicos y retrógradas que explotan, por ejemplo, atavismos como la homofobia (cada vez que se alude de manera burlesca a la presunta homosexualidad de Ernesto como causa de su impotencia sexual) o la visión folklorista de la cultura indígena (como cuando llaman “patrimonio nacional”, en tono de burla, a un danzante azteca). La psicología de los personajes se antoja poco elaborada y es puesta totalmente al servicio de las situaciones disparatadas –en el límite del absurdo– por las que apuesta la película. Pero lo que resulta más irregular en Familia Gang es, sin duda, el desarrollo de la trama, donde las coincidencias demasiado forzadas debilitan de manera importante la verosimilitud de la historia. En ese sentido, el guión de Luis Ayhllón rompe con el principio de causalidad propio de las narraciones clásicas, pero sin proponer otro que resulte lo suficientemente coherente para sostener el filme, que conforme se va acercando a su atropellado y explosivo desenlace se vuelve más anárquico e inconexo.
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Próximo estreno en México: 9 de octubre, 2015