Con Sacro Gra, su obra previa, Gianfranco Rosi ganó el León de Oro en Venecia. Con Fuocoammare obtuvo, hace un año, el Oso de Oro en Berlín. Con sendos documentales. En lo absoluto se trata de un desliz de la casualidad, ni tampoco es obra de la diosa fortuna. La entronización de Rosi en la élite del cine mundial es consecuencia del firme establecimiento de una mirada distintiva que es a un tiempo grave, penetrante y afiladísima, y también es candorosa y hasta divertida; profundamente humana.
Fuocoammare ocurre en Lampedusa, una isla italiana de apenas 20 kilómetros cuadrados, que se ubica a 70 millas de la costa africana y, aún más lejos, a 120 de Sicilia. En los últimos 20 años, 400 mil migrantes de diversos orígenes (africanos, árabes, incluso europeos de países menos favorecidos) han buscado refugio ahí, y en el intento de cruzar el Canal de Sicilia han muerto alrededor de 15 mil. La historia que Rosi nos presenta navega sobre tres canales, fundamentalmente: la persona de Samuel, un niño descendiente de pescadores (como la mayoría del pueblo es), fanático de la resortera. Un personaje formidable, de una inteligencia desconcertante, que bien podría ser el protagonista en solitario de su propia película. La del DJ y locutor de una estación de radio local y su tía, ferviente escucha y solicitadora de canciones del programa de su sobrino. Uno se encarga de musicalizar el ritmo nostálgico de la isla, la otra de rellenar los días escuchando, recordando y haciendo los quehaceres del hogar. Y la figura del migrante, a través de rostros ausentes, cuerpos lastimados, las muertes y su estela de desolación que van cargando, auténticas almas en pena que llegan huyendo de infiernos, a través situaciones infernales, para llegar a un destino que, en el mejor de los casos, es incierto.
Rosi es un maestro para ensamblar las historias, alejándose de convencionalidades. En ocasiones la unión entre secuencias tiene relación temática, pero por lo general sigue más patrones conceptuales, visuales o, incluso, de manera muy ingeniosa y punzante, asociaciones sonoras. El director captura momentos, en ocasiones aparentemente anodinos, que secuencia tras secuencia van contando una historia superior. Presenta realidades contrastantes (entre el sosiego y el abatimiento, la inocencia y la aflicción) que conviven, sin apenas rozarse, en un espacio limitado de tierra rodeado del agua que alojó el fuego de la guerra y sobre el que ahora se sepultan sueños y vidas y sobreviven muchas esperanzas. Y lo hace de un modo sereno, juicioso; con la convicción de mostrar sin sensacionalismos, de cerca y dentro del contexto de vidas que a la mayoría nos son más familiares, uno de los problemas más lacerantes del mundo actual. Un filme imprescindible en los días que corren.
AFD (@SirPon)
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