En Nueva York vive Mendel (Tenoch Huerta), un biólogo mexicano que pasa los días primordialmente enfocado en analizar mariposas con su apantallante microscopio pero, también, se da su oportunidad de convivir con un colega, también mexicano, gracias a quien conoce a Sarah (Alexia Rasmussen), en una noche de salsa y mezcal, con quien a partir de entonces sale, se divierte, intima, y atenúa su soledad. Poco antes había viajado a su tierra, Angangueo, en Michoacán, tras recibir una llamada en la que le avisaron que su abuela (Angelina Peláez), la mujer con la que se crió desde niño -cuando murieron sus padres- estaba muy delicada. El regreso al pueblo que tenía años sin visitar, donde es recibido por su tío, de inmediato le remueve todo. Primero al enterarse que la abuela ya ha muerto. Después, los recuerdos de infancia con su hermano, Simón (Noé Hernández), con quien el tiempo, la distancia y algunas diferencias han distanciado; las enseñanzas de la abuela, particularmente enfocadas a la devota memoria de sus padres, el amor a la naturaleza y el cuidado de las nómadas mariposas monarca -que tienen uno de sus refugios en los bosques que rodean al pueblo-; la camaradería con su amigo, Vicente (Gabino Rodríguez); la amenaza tanto de la minera que provocó la inundación que mató a sus padres -para la que hoy trabaja su hermano-, como de la mafia que talando árboles compromete la reserva natural que da sentido a toda esa área; los colores, olores, sabores de ahí, el lugar al que pertenece pero en el que parece ya no encajar, valga la aparente contradicción de términos. Durante los ritos funerarios, su sobrina, hija de Simón, le comunica que en unos meses se casará y le pide ser su padrino. A Nueva York regresa atribulado, pero acompañado de más remembranzas, de los que agitan sus sueños nocturnos y agobian sus vigilias. Solo el trabajo, la observación de los pequeños milagros que informan la configuración genética de las mariposas que estudia, parecen genuinamente incentivarlo. Llegado el momento de la boda recibe otra llamada, de su cuñada, quien le dice que la celebración no será completa sin él. Entonces Mendel vuelve a su tierra, donde esta vez tendrá que desenmarañar los nudos que se han ido trenzando con los años y se han interpuesto entre los dos hermanos que, no sin sus roces, de pequeños eran inseparables. Y también aprovechará para mostrarle a Sarah quién es él, cuáles son sus raíces, al mismo tiempo que él mismo prosigue su intento por entender su propia metamorfosis.
El principio de Hijo de monarcas se asemeja mucho al de El peral silvestre, del turco Nuri Bilge Ceylan, en el que vemos a un muchacho retornar al pueblo natal, tras haber vivido en la ciudad, para tener un brusco enfrentamiento con su familia y un pasado que no termina de asimilar. Pero pronto Hijo de monarcas emprende su propio vuelo. El director, Alexis Gambis, es un cineasta y biólogo franco-venezolano, que en trabajos previos ha explorado en el cine su obsesión con las identidades híbridas y la genética, columnas sobre las que sostiene el peso conceptual de este filme compuesto por varias capas temáticas de lectura, algunas metafóricas (la migración, la investigación científica, la urgente preservación ecológica, los grupos criminales y las corporaciones como contaminantes de la frágil paz comunitaria, la configuración biológica de la mariposa, los deseos de volar). Sin embargo, donde Gambis invierte más peso emotivo y mejor logra consolidar su propuesta es en el viaje “down memory lane” (como dicen los ingleses). No solo planteado como el rescate de los recuerdos, cicatrizante de traumas, sino también como propulsor del proceso de aceptación que sobrelleva el personaje principal (Medel). A través de él, no solamente rastrea sus raíces y esclarece los hoyos negros instalados en su memoria, sino que a partir de ello es que intuye que se encuentra en posición de cimentar con mayor solidez sus relaciones con los demás. Pese a que hay líneas narrativas que no terminan de ir a ningún lado, subtramas que quedan flotando sin cuajar, la orquestación del fabuloso ensamble actoral con el que sopla vida a la trama (complementado por un a veces pictórico, otras naturalista, excelso trabajo fotográfico de Alejandro Mejía y el inspirado montaje que fusiona sueños, recuerdos y realidades del propio Gambis y Èlia Gasull) logra dimensionar el filme. Tenoch Huerta ofrece una de las mejores interpretaciones dentro de su, de por sí, brillante carrera, bordando un personaje muy carismático, lleno de matices, destilando verdad para abarcar cada momento, cada secuencia. Sus duelos actorales con Gabino Rodríguez pero, sobre todo, con Noé Hernández (particularmente la poderosa escena de las recriminaciones), por sí mismos, valen el boleto.
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