Han pasado tres años desde que el parque temático Jurassic World, el sueño de John Hammond (gerente de InGen, interpretado en la película de 1993 por Richard Attenborough), quedó destrozado nuevamente por los dinosaurios que escaparon de sus jaulas. El proyecto para presentar a las criaturas prehistóricas como atracciones principales del parque de diversiones orilló a sus creadores a diseñar el Indominus Rex, un híbrido aterrador que causó pánico en la Isla Nublar. El lugar ahora está abandonado por los seres humanos, mientras que los dinosaurios supervivientes habitan la selva. Pero cuando el volcán de la isla comienza a despertar, el empresario Eli Mills (Rafe Spall) decide contactar a la exgerente de operaciones de Jurassic World, Claire Dearing (Bryce Dallas Howard) y al desenfadado entrenador de velociraptors, Owen Grady (Chris Pratt), para salvar a los dinosaurios sobrevivientes de un inminente desastre natural.
Jurassic World: El reino caído (2018) es el segundo capítulo de la nueva fase de la saga que fue inaugurada hace veinticinco años por Steven Spielberg. Más allá de la habilidad técnica para diseñar y trabajar los efectos especiales, esta nueva entrega dirigida por el cineasta español, J.A. Bayona (El orfanato, 2007) ofrece la misma historia: estudiosos aficionados de la paleontología y niños curiosos que conforman el equipo de los idealistas contra los codiciosos hombres de negocios y los salvajes cazadores del ecosistema, y en medio de este choque -para actuar como un puente entre las dos partes- se encuentran las bestias megalíticas que debieron extinguirse desde tiempos inmemoriales, pero que, debido al desarrollo de la genética, han vuelto a la vida. El único cuestionamiento distinto a sus predecesores radica en que el guion de Derek Connolly y Colin Trevorrow no debate más el dilema ético que surgió de la pluma de Michael Crichton respecto a utilizar el ADN extraído de fósiles para revivir a los dinosaurios; lo que importa ahora es si el hombre tendrá que aprender a vivir con monstruos gigantes o si, con opción pragmática pero criminal, debe optar por la aniquilación masiva. Esta reflexión no es trivializada por Bayona al menos hasta el segundo acto; sin embargo, el exagerado y descarado juego con el antropomorfismo de las criaturas ahoga paulatinamente el cuestionamiento central. El villano ya no se encuentra en la naturaleza; la “bestia perfecta”, la máquina de guerra diseñada por el ser humano ya no tiene obstáculos y, de alguna manera, los dinosaurios se vuelven invasores de un mundo que alguna vez dominaron. El último acto, sin revelar detalles, no es más que el puente hacia una tercera película en la que se planteará un escenario desesperanzador y postapocalíptico. Puede ser una lectura prematura. Lo que ahora está ante los ojos es un mecanismo bien aceitado, libre de asperezas, pero desprovisto de inventiva. Es cierto que Bayona tiene la ventaja de ser capaz de encontrar las coordenadas sentimentales en la puesta en escena de los seres gigantescos, monstruosos y fuera de la norma como lo hizo en A Monster Calls (2016) y que su aguda mirada funciona para ofrecer sutiles y elegantes planos construidos a partir de los juegos de sombras y siluetas en las paredes para apelar a una relación empática con los humanos y con los seres que adquieren vida de manera virtual en la pantalla, basta recordar la escena en la que el braquiosaurio es abandonado en una isla en llamas mientras un barco se aleja. Ahí, en ese plano, se cierne -en una de las pocas veces- el espíritu original de la franquicia y el arte de Steven Spielberg, todavía productor ejecutivo.
Fecha de estreno en México: 21 de junio, 2018.