Constance (Noémie Schmidt) aún no acaba de definir su camino en la vida, pero tiene claro que no va por donde imaginan sus padres. Dejar la seguridad de su hogar, del negocio familiar, darle la espalda a su educación, por la incertidumbre en la hostil París, es una afrenta a lo que ellos piensan, quieren y desean para su hija. Constance ha decidido jugársela, intentar ser aceptada en la universidad y pagarse, trabajando, un cuarto en la nada barata capital, con tal de perseguir sus sueños -aunque todavía no sepa bien cuáles son. La fortuna la lleva al departamento del Sr. Henri del título (Claude Brasseur), un viudo cascarrabias, solitario y viejo, que ha puesto en renta una habitación a petición de Paul (Guillaume De Tonquédec), su hijo cuarentón, que no quiere que su padre pase tanto tiempo solo. Paradójicamente, este enmohecido señor se convertirá en un retorcido guía en la vida de la estudiante.
Si algo ha cultivado Ivan Calbérac en sus tres largometrajes es su afición por la comedia ligera, paradigmáticamente francesa: a través de la de enredos (René, 2002), del musical (On va s'aimer, 2006), y, ahora, con La estudiante y el Sr. Henri (L’etudiante et Monsieur Henri, 2015), ha recurrido a lo agridulce de la farsa (con algunos elemento de la comedia de situación y un toque musical). Los personajes están a tono: exhiben su patetismo, con vicios que fácilmente podríamos encontrar en los límites de nuestra casa –o nuestro cuarto-, tejiendo una narrativa que avanza hacia una sola dirección temática: esconder los miedos bajo el polvoso manto de la tradición familiar no nos hará más libres o más felices, solo más cobardes. O, si se le quiere ver en positivo: para encontrar el vuelo, hay que conocerse a uno mismo y seguir el instinto propio, no las órdenes de alguien más. Esto lo aprenden los tres personajes más importantes –Constance, Henri y Paul– metiéndose en un embrollo inmoral, que involucra a una esposa inocentona, medio lela, y al arrepentimiento como camino hacia el crecimiento. Las miserias de los tres quedan expuestas, pero también sus deseos, lo que los dispone a reinventarse. Como la realidad no les alcanza en igual medida, el guion estira y afloja para ofrecerles una salida gentil. Las elásticas vueltas que da la historia para lograr sacar ilesos a los protagonistas están en sintonía con los ademanes exagerados de las actuaciones. El paseo emocional que ofrece la curva narrativa pasa por la ternura, la empatía, el rechazo, el desprecio, el alivio, una incómoda complicidad y un más incómodo consentimiento, la aceptación y, finalmente, la esperanza. Y aunque esta geografía está trazada de antemano, se sostiene en soportes sólidos: la revelación de la imperfección humana y la aspiración a mejorarse. Calbérac adaptó su propia obra dramática que fue un éxito en los teatros de París tres años antes de convertirla en película. Como sucede con muchas películas que tienen su origen en una obra dramática, el aprovechamiento de los recursos cinematográficos queda en segundo plano, al margen de los parlamentos y las actuaciones. El riesgo más grande que corre está en un giro de tuerca final, pero su “osadía“ se queda corta frente a los sueños de Constance. Las aspiraciones de Calbérac no están en cuestionar estereotipos, proponer imágenes únicas ni tampoco oxigenar el género en que descansa su historia. Se concentra y logra mantener el humor –aunque algo naive- en ritmo, sin caer en el pastelazo, como muy posiblemente sucedería con una versión estadounidense. Tampoco hay romances fáciles o injustificados. De hecho, de forma maliciosamente francesa, todas las parejas esconden un dejo oscuro, incluso trágico, tras la felicidad de fotografía. Sin aportar una revelación extraordinaria, pero sin abusar de la cursilería y con ciertas dosis de ingenio, La estudiante y el Sr. Henri transmite llanamente un mensaje de empatía, amistad y perseverancia. Lo hemos escuchado antes pero la historia contemporánea demuestra que no ha sido suficiente.
SofOchoa (@SofOchoa)