Ve aquí nuestra Entrevista con Everardo González (La libertad del diablo)
Decía Gandhi que “no hay camino para la paz, la paz es el camino”; donde sea que esté ese camino, en México parecemos avanzar rápidamente en dirección contraria. Traemos violencia hasta en los huesos. El abanico de manifestaciones es diverso y abarca todos los ámbitos de nuestras vidas cotidianas: codicia, desigualdad, discriminación, inseguridad, machismo, abuso infantil, corrupción, acumulación de poder, destrucción del ambiente, maltrato animal, envenenamiento de la tierra, pero quizá la manifestación más clara del mal, del mal totalmente oscuro, despojado de cualquier partícula del bien, sea la narcoviolencia. Ahí fue a meterse Everardo González, uno de los más brillantes documentalistas, comprometido con lo mexicano, que en su segundo largometraje, Los ladrones viejos. Las leyendas del artegio (2007), dejó documentados los códigos de honor bajo los que se regía el crimen mexicano en los setenta. Qué lejanas e inocentes se ven ahora las declaraciones de El Carrizos, su protagonista, que se hizo famoso por entrar a robar las casas de Luis Echeverría y José López Portillo, cuando eran presidentes. Hasta tintes de Robin Hood tenía esa historia. Pero el crimen en México ha profundizado, y parece haberse creado sus propios círculos del averno, con aberraciones que ni los hombres del medioevo pudieron imaginar. La prensa lleva años reportando sobre los avances de la degradación moral en territorio infernal, y los mexicanos, tan acostumbrados a la indefensión, hemos hecho piel de elefante. La libertad del diablo nos despoja de ese disfraz, poniéndonos frente a los “gatillos” de la violencia desatada por el narcotráfico: en un ejercicio de autoexploración, protegidos por máscaras de quemados que se amoldan a sus particulares rostros, que se mojan de lágrimas, de babas y de mocos cuando el cuerpo ya no puede contenerlos, pero que deja intacta la mirada, sicarios, militares, autodefensas y familiares de las “desaparecidas” víctimas hablan desde la putrefacción que llevan dentro, causada por el dolor de ocasionar dolor o por haber visto a los suyos sufrir; en ambos casos se trata de una pérdida definitiva, de otras personas, de cierta inocencia y de la posibilidad de transitar por la vida antes de haber hecho un pacto –de forma deliberada o no- mirando al diablo a los ojos. Así es como lo maneja el filme, como un luto interminable.
El diablo es liberado a través de la máscara. Bajo la dirección de González, con fotografía de claroscuros de Maria Secco, con un diseño de sonido cavernoso de Matías Barberis y música tenebrosa de Quincas Moreira, vemos una puesta en escena de una realidad degradante y viscosa que gana cada vez más territorio, no solo en México. Es el territorio de la inhumanidad; del tener sobre el ser; del actuar con miedo; de moverse por inercia y no por convicción; de ser demasiado joven y demasiado vulnerable en tierras de corrupción. González retrata a víctimas y victimarios morando igualmente perdidos en estas tierras baldías. Y aunque la lógica dicta que aquí no hay redención, la poesía que emanan las imágenes, que viene quizá del contacto humano que implica el hacer cine o del autoanálisis al que se someten sobre todo de quienes usan la fuerza contra los más débiles, o de la intención real de describir los hechos como fueron y solo por acercarse a la verdad estar comenzando a transformarla, todo este deseo de haber querido algo distinto, nos manda posibilidades de esperanza que se materializan en los últimos segundos del filme. Bajo la lógica de la justicia, seguirá interminablemente la masacre. Pero quizá si podemos mirar profundamente a los ojos del otro y reconocernos, al menos en especie… quizá.
Minicrítica realizada durante Ambulante 2017.
Fecha de estreno en México: 16 de marzo, 2018.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cineteca Nacional