Después de La tumba de las luciérnagas (Hotaru no haka, 1988), una de las obras maestras absolutas de las películas de animación, y Recuerdos del ayer (Omohide poro poro, 1991), una de sus historia más sentidas, Isao Takahata, el director, productor y guionista de cintas de animación japonesa, cofundador, junto a su amigo Hayao Miyazaki, de los estudios Ghibli, presenta el que podría ser su último largometraje bajo el sello de esta productora: La princesa Kaguya (Kaguyahime no monogatari, 2013), adaptación de un cuento nipón del siglo X, al parecer el más antiguo del que se tiene registro. Una película en la que Takahata invirtió 15 años y que se distingue por la delicadeza de su trazo y deslumbramiento visual, narrada con notas de amor bucólico y ecológico, pero más inclinada hacia la sobriedad dramática, que la hace trascender al cuento de hadas nipón del que se inspira. El relato sigue la vida de una princesa que llega desde la luna a la tierra a través de un tallo de bambú, donde es descubierta por un leñador, cortador de bambú, y criada junto a su esposa como una hija a la que llaman Kaguya. La pareja es bendecida por la naturaleza tiempo después con riquezas. Para el patriarca de la familia, estos regalos son señales de que el destino tiene reservado para la pequeña una categoría más elevada: convertirse en distinguida princesa y vivir con el mayor lujo y opulencia posibles en la ciudad. Pero Kaguya— que crece más rápido que un humano normal, no consigue adaptarse a su nueva vida en la urbe ni a su nueva condición de princesa. Extraña el campo y a sus amigos. Lo que la sumerge poco a poco en una permanente tristeza. De ese modo seguimos la aventura existencial de la protagonista. Los contrastes entre esos dos mundos: el campo y la ciudad. Dos escenarios que marcan las pautas de la narrativa e ilustran el amor que Kaguya siente por la granja familiar, por esa naturaleza, por esa libertad frente a la rígida educación a la que ahora debe someterse. Se da cuenta de que realmente aquel es su sitio. No la vida de una dama en un palacio.
El punto culminante de La princesa Kaguya se nos presenta cuando ella huye de su nueva casa entre los pastizales, desesperada y furiosa, una secuencia trazada en blanco y negro, una atmósfera dotada de un perenne halo de fatalismo, que remarca el origen sobrenatural de la chica. El relato de Takahata es una historia de aprendizaje que explora la necesidad de un equilibrio con el mundo natural, al mismo tiempo, explica las alegrías y las tristezas del ser humano a través de las experiencias de la princesa. Realizada con un mimo exquisito, abocetado, al carboncillo, en el que los personajes y los primeros planos reciben un color de tonos pastel, mientras que los fondos y paisajes tiene un tratamiento acuarelado. El resultado visual es de un preciosismo absoluto, gráficos suaves y poéticos y pequeños toques de humor y ternura. Con La princesa Kaguya, Isao Takahata construye un melancólico cuento sobre el paso de la infancia a la madurez con un final desolador difícil de borrar de la memoria y del corazón.
VSM (@SofiaSanmarin)
Minicrítica realizada para el 35 Foro de la Cineteca Nacional.
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