A partir del 19 de agosto puedes ver el filme aquí.
Después de visualizar y pronunciar, en una de sus pesadillas, la inclemencia de una tempestad, Próspero (Heathcote Williams) es arrojado en compañía de su joven hija, Miranda (Toyah Willcox), a una isla desierta. Padre e hija parecen ser los únicos habitantes; el espíritu del aire, Ariel (Karl Johnson), un fiel sirviente de Próspero, actúa como su consciencia dándole orden y claridad a sus pensamientos. Pronto, más personajes se hacen presentes: Ferdinand (David Meyer), el hijo del rey de Nápoles, que representa a la aristocracia; Caliban (Jack Birkett), un esclavo de grotesco aspecto físico asociado a los residuos de la explotación colonial que desembocaron en la clase trabajadora; el cocinero Stephano (Christopher Biggins) y el marinero Trinculo (Peter Turner) son los bufones que simbolizan los excesos y vicios (comida y bebida). ¿Existe la calma al final de una tormenta? ¿Puede alcanzarse la tranquilidad después de la tempestad? En este escenario poblado por múltiples personalidades y habitado por el caos, Próspero aprovecha el creciente enamoramiento de Miranda y Ferdinand para orquestar una restauración del orden.
En La tempestad (1979), el escritor, pintor y cineasta inglés, Derek Jarman, reinventa el texto original de William Shakespeare (1611) para crear, en términos de imagen y sonido, una “tempestad”, tanto literal como metafóricamente, oscura y sombría. Ambientada casi en su totalidad durante la noche; el aislamiento y el encierro de los personajes recuerda la pintura barroca de Georges de La Tour y el claroscuro de Caravaggio. Próspero –resguardado en el interior de la abadía de Stoneleigh, suspendido en su propio espacio oscuro e iluminado tenuemente por velas encendidas– manipula los esquemas de venganza y restauración, pero el resto de los personajes amenaza con ir más allá del control que busca ejercer Próspero. Éstos, casi siempre transitando en los espacios exteriores –capturados en intensas tonalidades azules por el cinefotógrafo, Peter Middleton– poseen diversos tipos de vestuarios que oscilan desde el Renacimiento hasta la etapa tardía del siglo XIX; esta decisión corresponde a una intención de Jarman, como posteriormente lo haría en Caravaggio (1986), de representar la atemporalidad. Jarman no sitúa su adaptación en el periodo isabelino, ni en la agitada década de los setenta que le tocó vivir, ni en ninguna otra época específica, sino que el artista británico propone una revisión histórica de cómo se han originado las diferencias de clases, los prejuicios y las revoluciones sociales en la historia moderna de la Gran Bretaña. En última instancia, el posible matrimonio entre Miranda y Ferdinand, que representa la persistencia de las tradiciones ¿es la solución para restaurar el orden?. La película de Jarman es una representación del deseo, el poder y la revuelta que se presenta como un espacio que une la realidad y el sueño subrayando la intemporalidad de la visión de Shakespeare.
Aquí puedes ver 'Life As Art', un documental sobre Derek Jarman
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