En Guadalajara hay una antigua casa que se desmorona. A pesar de su estado decadente, el recinto está habitado por cuatro jóvenes que oscilan entre los 20 y 30 años: el perezoso y descuidado Jaime (Luis Velázquez), la audaz y trabajadora Silvia (Ilse Orozco), la reservada y organizada Angélica (Natalia Gómez) y el intuitivo y creativo Andrés (Juan Carlos Huguenin). Cada uno de ellos tiene su propia pequeña habitación, pero comparten los espacios comunes como la cocina y el patio. Un día reciben a Diana (Paloma Domínguez), una joven de 27 años aparentemente segura y alegre, pero confundida e incapaz de concluir sus proyectos personales. La inesperada llegada de la nueva inquilina es el detonador emocional en la vida de los demás.
En Los años azules (2017), la directora mexicana, Sofía Gómez Córdova, confecciona un relato coral, íntimo y realista, desprovisto de todo exceso melodramático, capaz de sostener una atmósfera jovial y despreocupada -pero sin volverse superfluo- que refleja el mosaico variopinto de emociones que un grupo de jóvenes experimenta en esa etapa de la vida considerada la transición a la edad adulta. Ese momento en el que el joven -confundido y desesperanzado; o entusiasta y soñador- debe dar el salto para asumir responsabilidades que tienen que ver directamente con su búsqueda de libertad e independencia y que para lograrlo deben conseguir pequeños trabajos para rentar un cuarto, pagar los estudios y comer. Ese momento en el que se toman decisiones que pueden pesar el resto de la vida. Entre las grietas de las paredes, sus ingenuos remiendos y el desorden de las habitaciones, la directora recurre a dos elementos integrados dentro de la narrativa que también funcionan como dispositivos casi documentales, es decir, como aparatos que nos permiten observar y conocer las dinámicas de los personajes. En primer lugar, la arquitectura como testigo del paso del tiempo; la antigua casona opera como contenedora de sonrisas y llantos, suspiros y reproches, deseos reprimidos y anhelos desbocados. En segundo lugar, la mirada atenta de Schrödinger, el gato que, a pesar de no tener voz, recuerda la propuesta de Soseki Natsume en su obra literaria Soy un gato al permitirnos descubrir cómo actúan los individuos en un marco social y cómo se lleva a cabo la organización colectiva de las tareas domésticas. El animal se desliza por los techos y pasea por todos los rincones de la edificación; en algunos momentos, las tomas subjetivas de Schrödinger nos dan otra perspectiva del espacio, nos guían por el recinto y por los recovecos emocionales de los jóvenes. Sin la necesidad de ser intrigante o claustrofóbica, la directora nunca nos permite salir del edificio. Podría parecer, entonces, que estamos encarcelados, pero, al igual que los personajes, sólo estamos en un encierro temporal. Gran parte del mérito de no sentirnos agobiados en la vieja casa es la decisión de la directora y el cinefotógrafo Ernesto Trujillo de recurrir a una paleta de colores orientada a los azules tenues y los violetas pálidos que refuerzan la sensación melancólica de los jóvenes. Los años azules refleja -mediante el personaje de Diana- el entusiasmo por comenzar de nuevo, la capacidad de ver la belleza en una habitación gris, sucia, que necesita de un tubo para sostener el techo a punto de caer. Diana dibuja y confecciona bellos murales en las paredes al mismo tiempo que llora; transmite emociones sin poder canalizar las suyas. La metáfora es elocuente y oportuna: mientras que las paredes son coloreadas para dejar a un lado su carácter gris, las grietas internas de los personajes salen a la superficie.
Fecha de estreno en México: 18 de enero, 2019.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cinemex, Cineteca Nacional