En Petrópolis, a las afueras de Río de Janeiro, vive Irene (Karine Teles) con su esposo Klaus (Otávio Müller) -dueño de una imprenta en plena decadencia- y sus cuatro hijos. La puerta principal se traba, el grifo gotea, las tuberías colapsan, las grietas en las paredes amenazan con el derrumbe, pero no hay falta de amor en esta casa un poco caótica. El hijo mayor, Fernando (Konstantinos Sarris), es un talentoso jugador de balonmano que es invitado por un club profesional alemán para continuar sus estudios y preparación en el extranjero. Aunque la madre sabe que algún día los hijos deben partir, no se imaginaba que la despedida llegaría antes de los esperado. Entre los preparativos del viaje -que implican hacer maletas, una serie de trámites burocráticos, la firma del contrato y una convivencia de despedida-, Irene debe lidiar también con los altibajos matrimoniales de su hermana Sonia (Adriana Esteves) y el cuidado de sus otros tres hijos. Todas estas distracciones conducen a Irene a un estado ambivalente que encierra la tristeza de la separación y el brillo del orgullo.
Loveling: Amor de madre (Benzinho, 2018) es un cautivador melodrama sobre aquellas dolorosas separaciones familiares que son necesarias para que uno de los involucrados cumpla el sueño del progreso y bienestar lejos de sus orígenes -país y familia-. El filme, dirigido por el cineasta brasileño, Gustavo Pizzi (Riscado, 2010), captura las alegrías, las lágrimas, los sinsabores, los tragos amargos y las diversiones de una familia que atraviesa algunas dificultades económicas, cuyos integrantes siempre buscan maneras ingeniosas de resolver los conflictos -por ejemplo, al no tener para pagar un cerrajero, utilizan una ventana como ‘puerta’ de acceso-. Con frecuencia, el realizador recurre al elemento del agua para ayudar a que los sentimientos fluyan con elegancia y genuina simpatía; desde las intensas lluvias que estrujan el corazón de la madre hasta el apacible mar que funciona como telón de fondo de un fin de semana de convivencia, el cinefotógrafo Pedro Faerstein selecciona delicadamente el tipo de plano apropiado, ya sea para mostrar el vínculo de las personas con los espacios que habitan, o evidenciar las reacciones de los personajes. En este sentido, Teles recorre toda la gama de emociones; no necesitamos escucharla hablar de cómo se siente, podemos verlo escrito en su rostro, ya sea cuando baila mientras come chocolate en la cocina con una energía nerviosa, o la extraordinaria capacidad que tiene para expresar alegría y tristeza al pensar en el inminente viaje de Fernando. Pizzi tiene un fuerte control del movimiento de la vida en el hogar, orquestando cuidadosamente el ritmo de sus escenas, ya sea persistiendo en las alegrías de una fiesta clandestina de medianoche entre Rodrigo y Klaus, la diversión en la tina del baño entre Fernando y sus hermanos pequeños o un momento pacífico de unión de madre e hijo que emerge abruptamente. Las escenas a veces terminan en puntos inusuales, pero esto nunca se siente forzado y es solo otra indicación de la forma en que avanza el tiempo al interior de la casa. Además, Pizzi acentúa las reflexiones de Irene con un puñado de flashes impresionistas; no está claro (intencionalmente) si son sueños o recuerdos, pero estos momentos se deslizan sobre los cuerpos de Fernando e Irene que se unen en un emotivo y tierno abrazo. El humor está perfectamente entrelazado, desde bromas como la puerta rota hasta la voluminosa tuba de otro de los hijos de Irene, permitiendo que estos momentos más ligeros se unan al flujo general en lugar de empujarlos directamente al rostro del espectador. A pesar de esto, también se nos recuerda constantemente las duras realidades que enfrenta la familia, particularmente en términos económicos, pero existe la sensación de que, independientemente de lo que se acerque, lo abordarán juntos y, al final, eso es lo que más importa.
En Petrópolis, a las afueras de Río de Janeiro, vive Irene (Karine Teles) con su esposo Klaus (Otávio Müller) -dueño de una imprenta en plena decadencia- y sus cuatro hijos. La puerta principal se traba, el grifo gotea, las tuberías colapsan, las grietas en las paredes amenazan con el derrumbe, pero no hay falta de amor en esta casa un poco caótica. El hijo mayor, Fernando (Konstantinos Sarris), es un talentoso jugador de balonmano que es invitado por un club profesional alemán para continuar sus estudios y preparación en el extranjero. Aunque la madre sabe que algún día los hijos deben partir, no se imaginaba que la despedida llegaría antes de los esperado. Entre los preparativos del viaje -que implican hacer maletas, una serie de trámites burocráticos, la firma del contrato y una convivencia de despedida-, Irene debe lidiar también con los altibajos matrimoniales de su hermana Sonia (Adriana Esteves) y el cuidado de sus otros tres hijos. Todas estas distracciones conducen a Irene a un estado ambivalente que encierra la tristeza de la separación y el brillo del orgullo.
Loveling: Amor de madre (Benzinho, 2018) es un cautivador melodrama sobre aquellas dolorosas separaciones familiares que son necesarias para que uno de los involucrados cumpla el sueño del progreso y bienestar lejos de sus orígenes -país y familia-. El filme, dirigido por el cineasta brasileño, Gustavo Pizzi (Riscado, 2010), captura las alegrías, las lágrimas, los sinsabores, los tragos amargos y las diversiones de una familia que atraviesa algunas dificultades económicas, cuyos integrantes siempre buscan maneras ingeniosas de resolver los conflictos -por ejemplo, al no tener para pagar un cerrajero, utilizan una ventana como ‘puerta’ de acceso-. Con frecuencia, el realizador recurre al elemento del agua para ayudar a que los sentimientos fluyan con elegancia y genuina simpatía; desde las intensas lluvias que estrujan el corazón de la madre hasta el apacible mar que funciona como telón de fondo de un fin de semana de convivencia, el cinefotógrafo Pedro Faerstein selecciona delicadamente el tipo de plano apropiado, ya sea para mostrar el vínculo de las personas con los espacios que habitan, o evidenciar las reacciones de los personajes. En este sentido, Teles recorre toda la gama de emociones; no necesitamos escucharla hablar de cómo se siente, podemos verlo escrito en su rostro, ya sea cuando baila mientras come chocolate en la cocina con una energía nerviosa, o la extraordinaria capacidad que tiene para expresar alegría y tristeza al pensar en el inminente viaje de Fernando. Pizzi tiene un fuerte control del movimiento de la vida en el hogar, orquestando cuidadosamente el ritmo de sus escenas, ya sea persistiendo en las alegrías de una fiesta clandestina de medianoche entre Rodrigo y Klaus, la diversión en la tina del baño entre Fernando y sus hermanos pequeños o un momento pacífico de unión de madre e hijo que emerge abruptamente. Las escenas a veces terminan en puntos inusuales, pero esto nunca se siente forzado y es solo otra indicación de la forma en que avanza el tiempo al interior de la casa. Además, Pizzi acentúa las reflexiones de Irene con un puñado de flashes impresionistas; no está claro (intencionalmente) si son sueños o recuerdos, pero estos momentos se deslizan sobre los cuerpos de Fernando e Irene que se unen en un emotivo y tierno abrazo. El humor está perfectamente entrelazado, desde bromas como la puerta rota hasta la voluminosa tuba de otro de los hijos de Irene, permitiendo que estos momentos más ligeros se unan al flujo general en lugar de empujarlos directamente al rostro del espectador. A pesar de esto, también se nos recuerda constantemente las duras realidades que enfrenta la familia, particularmente en términos económicos, pero existe la sensación de que, independientemente de lo que se acerque, lo abordarán juntos y, al final, eso es lo que más importa.
Fecha de estreno en México: 3 de agosto, 2018.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cinemex, Cineteca Nacional