Al inicio de Mi amigo el dragón (Pete’s Dragon) se mezclan la melcocha con la audacia, y esto resulta una declaración de principios. El protagonista, Pete, de cinco años, viaja en auto con sus dos padres por una carretera que atraviesa un denso bosque. El amor que los progenitores expresan a su pequeño curioso los distrae del camino. Un venado cruza, volantazo, accidente y mueren los adultos. El niño sale del auto llorando para encontrarse con su salvador, una especie de cachorro agigantado, el verde dragón al que llamará Elliot y que cuidará de él por el próximo lustro. Una elipsis nos lleva cinco años después. Los avances de una aserrería que está tumbando pinos han cercado la casa de este solitario par haciendo ineludible que miembros del equipo descubran a Pete –ahora una especie de Mowgli güero– y, eventualmente, a su leal amigo.
Aunque el director David Lowery (Ain't Them Bodies Saints, 2013) respeta la fórmula bajo la que se confeccionan las actuales películas para niños, aporta lo suficiente para hacer de Mi amigo el dragón un filme que no se deja arrastrar por el lenguaje estridente y sobremasticado con el que se elaboran la mayoría de los productos audiovisuales dirigidos al público infantil. Permite que las imágenes transmitan, que la naturaleza hable durante largos intervalos sin diálogos, amarra hábilmente complejos significados por doquier, de principio a fin, que resultan trascendentes para los niños y los adultos. Además, es apoyado por precisas actuaciones (la participación de Robert Redford puede emocionar a las abuelas), buena música y un eficiente uso del CGI que junto con el bien atornillado guión abre el camino para que creamos que el dragón que vemos es real, por lo menos durante un rato.