Una joven desconcertada (Sara Forestier), que está de visita en la Francia rural para ayudar a su hermana a manejar la propiedad de su padre, está enfurecida porque él no le dio el piano que le prometió que heredaría. Incapaz de liberar sus emociones reprimidas con su hermana, la mujer infeliz y neurótica, animada por un odio alimentado por el fantasma de un padre siempre ausente, decide centrarse en un cuidador anónimo (James Thierree), un hombre destrozado, herido en su autoestima, a quien había intentado seducir años atrás. En cada uno de sus encuentros hay deseo y anhelo, pero también choques y fricciones, interacciones sexuales en las que el dominio físico se vuelve cada vez más predominante. Las sesiones diarias se asemejan a un juego verbal y corporal; un enfrentamiento continuo, un ritual constante, que se convierte en una necesidad para tratar de encontrarse a sí mismos. El título del filme, Mis escenas de lucha (Mes séances de lutte, 2013), pone de manifiesto la afición del dúo protagónico por la violencia erótica en las dinámicas sexuales explorando ágilmente las líneas entre la pasión y la crueldad, el arrepentimiento y el desprecio, lo carnal y lo salvaje. El director y guionista Jacques Doillon sondea los bordes afilados de una pareja que decide luchar entre sí y determinar quién saldrá vencedor en su relación. Siguiendo el ejemplo de la terapia primal de la década de 1960, se atacan físicamente entre sí y terminan golpeándose en el interior de la habitación. Las relaciones de poder no destruyen a la pareja, pero son de alguna manera una salida, un método para combatir sus dolencias. El dolor se convierte en placer para ellos y el sexo apasionado tiene lugar en un charco de barro al aire libre, con la energía salvaje y agresiva de Forestier y Thierree en cada uno de sus movimientos, mientras sus personajes intentan cruzar el abismo que los separa. La cámara de Jacques Doillon sigue la danza con fluidez y acompaña a los actores al pie de la cama, en los huecos de las escaleras, en un baño de lodo. Una cercanía real se vincula con el espectador, rápidamente nos absorbe este juego de los cuerpos, sensual y erótico. El diálogo también acompaña a los cuerpos. Se construye como una coreografía: dinamismo de las frases, peleas verbales y luego los tiempos se ralentizan con susurros, con cada respiración e incluso cada silencio.
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