En Pasolini, Abel Ferrara retrata a uno de los grandes maestros del cine de todos los tiempos. Y un activista político. Perteneció al Partido Comunista Italiano del que fue expulsado por su homosexualidad, razón que, sumada a su congruencia, lo obligaba a ser aún más activista. El filme abre encuadrando al protagonista, interpretado por Willem Dafoe en el cuarto de edición, frente a la proyección del recién terminado Saló, basado en 120 días de Sodoma del marqués de Sade. Durante la secuencia, Pasolini expone sus ideas sobre los actores, el cine, la provocación, la política; todo en tono sobrio, ligeramente didáctico. Y en general, estos diálogos inflados de pensamiento, pulidos por un registro intelectual más que oral, escrito, permean el filme trazando un personaje intenso, comprometido, apasionado, creador de su propio mito, crítico de su mundo, de la modernidad, soñador, un gran hijo y gran amigo, pero también un solitario. Esta clase de parlamentos pausan la acción, a veces entorpeciendo el ritmo de este filme en close up que, para atravesar el espíritu de Pasolini, decide concentrarse solo en el último día de su vida. Lo vemos departir en casa con sus más cercanos, dar una entrevista, leer y escribir, vemos sus sueños y recuerdos, lo escuchamos hablar agitado y añorante de su próximo proyecto que evidentemente nunca fue concretado y que, a manera de homenaje, Ferrara escenifica entremezclando fragmentos del guión Porno-Teo-Kolossal con la vida del director. El argumento de esta película no realizada es aparentemente descabellado y quijotesco, más allá de sus proporciones, es una especie de Esperando a Godot situado en los sesenta con imaginería cristiana: un rey mago sigue un cometa que anunciará el nacimiento del Mesías acompañado de un ángel, lo que lo hace viajar por el mundo siguiendo este rastro que no lo lleva a ninguna parte o, más bien, que lo pasea por todos lados. La puesta en escena de Porno-Teo-Kolossal versión Ferrara no sale avante con los mejores resultados, confirmando que Pasolini era único y absolutamente original, pues seguramente en sus manos el escrito, al tener su sello, hubiera por lo menos devenido algo más cercano. Mientras más se desarrolla la personalidad de Pier Paolo, más evidente se hace la paradoja de los artistas: humanistas en esencia, voceros del bien de los hombres; egoístas y ególatras en su cotidianidad.
La secuencia de la muerte final, filmada sin titubeos, con justicia a una realidad arbitraria, con violencia y pasión, en la que se ve un sadismo injustificado en contra de uno de los grandes seres humanos de la historia entera es una declaración de principios de todo el filme de Ferrara. Tanta posiblidad de arte devorada por tanta decadencia humana.
SOR (@SofOchoa)