Una masa de estrellas se abre paso en el oscuro universo. Aquellos puntos blancos y brillantes se mueven en una misma dirección como un eterno bucle que engulle y regurgita a cada uno de los astros. En cierto punto, esas luminosas rocas estelares convergen con la tierra. El horizonte que se ha formado de su unión es la única división que existe, pues la tierra se ha convertido en un espejo que refleja lo que se encuentra en el cielo. La toma cambia, ahora se contemplan montañas cubiertas de densas nubes que se mueven vigorosas entre cada uno de los surcos que componen las prominentes elevaciones. La escena adquiere un matiz distinto cuando un extraño ruido parece envolverlo todo, un sonido que surge del cielo y que parece la señal de una hecatombe que se avecina, o al menos eso piensa una pareja de ancianos que desayunan mientras conversan sobre el origen de aquel suceso. Un alejado encuadre nos permite ver una escena desde una distancia privilegiada, remotamente se observan varias camionetas negras que recorren un camino polvoso para posteriormente situarse en un área llana, ahí descienden varias personas cuyas cabezas están cubiertas con bolsas de tela que les impide la visibilidad –e incluso que les remueve su principio de alteridad-. Desde la lejana y estática toma, es posible percibir la ejecución que está por suceder, donde cuerpos caen sin vida en el polvoriento terreno tras una ráfaga de luz y el sonido de un disparo. Aquel eco apocalíptico que inunda el cielo vuelve a escucharse mientras un grupo de campesinos recoge las hojas de mariguana y amapola que están listas para venderse, presagiando un futuro dantesco que parece estar más cerca de lo que todos esperan.
Con Sanctorum (2019), Joshua Gil consigue ejemplificar la poética de la imagen, aquello que Walter Benjamin intentaba definir a partir de la búsqueda de una nueva conceptualización del arte donde la propuesta visual –y filosófica- no sólo se inclinara hacia la comprensión de un contexto social específico sino a la transformación de la realidad a partir de la misma imagen. Esto conseguido mediante una narrativa que se enfoca en el uso del haiku y de una serie de simbolismos como los xoloitzcuintles (guías al más allá, de acuerdo con la mitología mexica), un alto y espectral guardian del inframundo, el fantasma de un amor perdido, aguas que se tiñen de rojo, llamas que consumen cuerpos y un cosmos que envuelve al ser humano completamente. Con una inclinación estética hacia la ensoñadora narrativa visual de Apichatpong Weerasethakul, tanto Gil como su director de fotografía, Mateo Guzmán, se sirven de espectaculares encuadres para narrar -desde una perspectiva distinta- la forma en que el narcotráfico se ha instaurado en pequeñas comunidades. Pero la belleza de las escenas no es la única proeza técnica del filme, pues el director hace una elección cuidadosa sobre los lugares donde va a colocar la cámara: desde escenas intimistas como aquella que ocurre mientras una mujer le da a su madre el dinero que ha ganado (doscientos pesos) después de recolectar la siembra, hasta aquellas donde el lente se aleja lo más posible para mostrar un momento de violencia. Este último ejemplo es notable, sobre todo cuando la normalización de escenas de este tipo –que ocurren tanto en otros filmes como en noticieros- ha conseguido cierta impasibilidad por parte de los espectadores, y en este nuevo enfoque que Gil propone se puede vislumbrar aquel fin del mundo que está tan cerca de nosotros y del que necesitamos adquirir distancia para dimensionarlo como se debe.
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EL (@elislimon)