En vísperas de la Navidad del 1991, Lady Diana Spencer (Kristen Stewart) viaja manejando su Porsche descapotable por las carreteras británicas rumbo al Palacio de Sandringham, donde pasará las fiestas con la Familia Real que, sí, sigue siendo su familia. Pero Diana se pierde; de pronto se encuentra perdida, valga la contradicción de términos (y su simbología). Y eso que de niña vivió en un terreno , ahí, contiguo al de la realeza. Preguntando en uno de esos restaurantes de autopista (donde los comensales la ven como una auténtica aparición), pero sobre todo auxiliada por el chef del palacio (Sean Harris), que se la encuentra en una escala que la Princesa hizo para ubicarse, finalmente llega a su destino. La única que faltaba, pese a que el honor de ser la última en llegar le corresponde, siempre, a la Reina. Al llegar, debe cumplir con la peculiar tradición de pesarse, porque al terminar las festividades los invitados deben llevarse cuando menos un kilo de más, como demostración corpórea de que pasaron un buen tiempo. Aunque, resulta evidente desde entonces, no es precisamente el futuro que le espera a Diana. Mucho menos con la presencia del Mayor Alistair Gregory (Timothy Spall), encargado de vigilar que todo se desenvuelva a la perfección, incluido (o particularmente) el comportamiento de Diana. Solo son tres días los que tendrá que pasar en esa especie de cautiverio y, cuando menos, podrá disfrutar algún tiempo de calidad con sus hijos, William (Jack Nielen) y Harry (Freddie Spry), y del apoyo moral de Maggie (Sally Hawkins), la encargada de su vestuario. En todos los demás ve amenazas que, además parece, no son del todo infundadas. Sufre de bulimia, se lastima a sí misma y se siente atrapada, incomprendida y abandonada. También está ya fastidiada de cumplir con lo que de ella se espera. Sabe, siente, que su lugar, su papel, es cada vez más redundante en ese sitio. Leyendo un libro sobre la vida de Ana Bolena (la esposa del Rey Enrique VIII que él mismo, sin demasiado romanticismo involucrado, mandó decapitar), que deliberadamente fue colocado en el buró de su cama, Diana encuentra en esa presencia fantasmagórica que se le aparece continuamente a una sorpresiva aliada. Entre los recuerdos de su infancia, sus deseos de emanciparse, el amor de sus hijos, la conexión con Ana, el trato gélido de los demás miembros de la realeza, y una sorpresiva declaración de Maggie, deambula la mente de una Diana que parece, literalmente, desmoronarse frente a los ojos de todos.
Para muchos de quienes fueron encantados, su gusto y sensibilidad moldeados por la serie The Crown, quizá resulte difícil de asimilar, tal vez hasta se les pueda complicar entender a cabalidad el filme del talentoso chileno, Pablo Larraín. No está montado en una narrativa convencional, ni en un tratamiento del todo ortodoxo de un personaje. Como ya lo había hecho anteriormente (en Neruda, 2016; y en Jackie, 2016), Larraín aborda la vida (o un pasaje de la vida) de una figura histórica (sustentado en un guion de Steven Knight, responsable de Locke) no desde la literalidad de los eventos, sino en buena medida a partir de la deconstrucción de su proceso mental, aderezado de fulgores de su propia inventiva. Pero incluso eso lo hace de forma poco ordinaria, acudiendo a herramientas cinematográficas para acentuar los procesos por los que sus protagonistas pasan; en este caso, por ejemplo, una iluminación envuelta en bruma (que recuerda el ambiente intrigante que también conjuró para los sacerdotes castigados de El club) y bañada en luz blanquesina; el abrumador trabajo de cámara que parece cercar a Diana, (constantemente a lo largo de interminables pasillos, como en Jackie) como si fuera otra vigilante más que la espía; la atosigante y embriagadora música de Jonny Greenwood, que más que ilustrar su estado anímico, incide en él. Es evidente que Larraín aprovecha que más de medio mundo conoce la historia de Diana de Gales desde siempre y, muchos de los que no, se enteraron gracias a The Crown, por lo que en Spencer no tiene que dar muchas explicaciones, ni lo intenta. Y entonces se concentra en, de forma imaginativa y elegante, radiografiar el resquebrajamiento existencial de una persona que, parece, está a punto de rendirse. Superficialmente a algunos podría parecerles que los sufrimientos de Diana son triviales, pero nunca lo puede ser el sentirse atrapada, acorralada (“todo lo que aquí se dice, lo escuchan, lo saben”, le comentan en Sandringham, hasta lo que piensa, parecería), extirpada de su auténtica personalidad, al grado de que el atosigamiento, en su tiempo y en su espacio la hacen dudar sobre quién es ella en realidad; la implosión total no es sino la consecuencia lógica de la presión de un sistema que triunfa al despersonalizar a sus miembros. El punto de quiebre en la vida de muchas personas, como Ingmar Bergman lo mostró magistralmente en Persona, por ejemplo. Es fascinante ver a Kristen Stewart apoderarse del fantasma de Diana (que a su vez se alimenta del de Ana Bolena), y a Timothy Spall encarnar todo el anacronismo que representa hoy en día (y ya desde 1991) la Realeza, la británica y la de donde sea; eso sí, con garbo y mucho estilo. Pero son las secuencias oníricas, las de remembranzas de la niñez o de alucinaciones, las que hacen que el filme trascienda. Y, más allá de spoilers (absurdo pensar en esos términos cuando se habla de un filme basado en la vida real, con todo y licencias poéticas), el desenlace podría llegar a sentirse como un gesto complaciente con el público después de la pesadilla casi gótica a la que se le sometió, si no fuera porque precisamente la historia verdadera de lo que ocurrió después, más bien lo convierten en guiño, casi cruel, que no solo se ajusta a lo presentado con anterioridad, sino también a la forma que el destino suele tener para convertir los aparentes milagros en oasis efímeros, incluso en los soleados inviernos londinenses.
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