Tamara (Ángeles Cruz), una mujer de 40 años con discapacidad mental, vive en una colonia densamente poblada de la zona conurbada del Valle de México. Ante el abandono de Paco (Harold Torres), su hermano menor, ella trata de recordar cuáles son los pasos que seguir para ejecutar tareas simples y actividades rutinarias (bañarse, desayunar pan, tomar leche, preparar su comida, abordar el transporte público) con la intención de llevar una vida normal. A pesar de cuidar de sus lagartijas, de su colección de juguetes que representan catarinas y de tener un trabajo en Tostadora Amalia, un café ubicado en el Centro Histórico, ella lleva una existencia solitaria. Un día, mientras recorre las ajetreadas calles de la ciudad, encuentra a una niña abandonada en el interior de un puesto de revistas y periódicos. En un momento de imprudencia impulsiva, Tamara decide llevársela a casa, sólo para descubrir que cuidar a un bebe no es tarea fácil. Por suerte, una de sus vecinas, doña Meche (Angelina Peláez) –una anciana de casi 70 años que se gana la vida vendiendo quesadillas en las tardes-, decide ayudarla, pero sin dejar de preguntar quiénes son los padres de esa niña.
La aglomeración urbana, el amontonamiento de pasajeros en el metro, el congestionamiento vehicular, los plantones, las marchas, la pesadumbre de los trayectos al trabajo y el anhelado regreso a casa son factores que diariamente nublan la vista de los transeúntes y de los habitantes de una megalópolis como la nuestra. Esta ceguera social ha impedido voltear a ver a aquellos seres marginados y vulnerables que de manera perseverante -a pesar de todos los baches que se encuentran en el camino- ejecutan largos y desolados trayectos con la única intención de sobrevivir. Tomando este contexto como punto de partida, la directora y guionista Lucía Carreras (Nos vemos, papá, 2011) confecciona Tamara y la catarina (2016), un drama íntimo y conmovedor sobre la soledad y sobre cómo dos almas solitarias permanecen juntas apoyándose mutuamente hasta que llegue la inminente despedida. Al recurrir a Tamara y Meche como protagonistas del relato, la cineasta no únicamente invita al espectador a que descubra y se identifique con las dificultades (trámites burocráticos, cadenas de corrupción policiaca, discriminación y burlas) y los anhelos (el deseo de estar acompañado de los seres queridos o de tener una familia) de los personajes, sino que también busca visibilizar a dos mujeres que se distancian de esa feminidad aspiracional que promueven los falsos y oportunistas discursos de empoderamiento de otros productos audiovisuales. Sin regodearse en la miseria de los espacios y las situaciones, la pobreza es el escenario en el que están inmersas las protagonistas, pero no es el problema fundamental que explora la cineasta. Debido al acelerado crecimiento demográfico, muchas zonas del área conurbada se han saturado de casas construidas sobre cerros exponiendo las superficies grises y rugosas de los tabiques. Es por ello que el ojo del cinefotógrafo Iván Hernández (Ayer maravilla fui, 2017) está continuamente orientado a capturar esta paleta de tonos fríos y grisáceos para crear una atmósfera de desesperanza, soledad y melancolía. Además, tanto Carreras como Hernández le sacan provecho a la orografía de estos barrios, cuyas calles inclinadas permiten la elaboración de imágenes cuyos horizontes fotográficos están deliberadamente caídos -como suele ocurrir con el plano holandés-. Así como los ladrillos con cemento son la base de las construcciones, Tamara y la catarina nos permite acercarnos a esa estructura primaria, aquella que está fuera de toda clase de apariencias, la que con la mayor honestidad y soltura posible nos muestra las dinámicas de dos mujeres entrañables.
Fecha de estreno en México: 26 de octubre, 2018.
Consulta horarios en: Cinépolis, Cinemex, Cineteca Nacional