En un país ficticio, que suponemos en el norte de África, en pleno siglo XXI, un autobús es detenido en un puesto de control por una banda de mercenarios vestidos de militares y fuertemente armados con ametralladoras. Los pasajeros son amenazados y saqueados. Uno de ellos es secuestrado, tal vez nunca regrese. ¿Quiénes son esos pistoleros? ¿Cuáles son sus motivaciones? ¿Dónde estamos? El guionista y director argelino, Rabah Ameur-Zaïmeche, deliberadamente decide no proporcionarnos coordenadas geográficas, temporales, históricas y políticas en Terminal Sud (2019), un devastador y contundente retrato de un país convulso, con ejecuciones callejeras de ciudadanos desarmados, secuestros en cadena y torturas en pasajes subterráneos.
Dada la nacionalidad del autor, existe la posibilidad de considerar que la ficción sea una alegoría de la condición de Argelia durante la guerra civil, época en la que se manifestó una fuerte oposición a los militares que tomaron el poder desde 1991 hasta 2002. Por un lado hay una facción rebelde que lleva a cabo ataques violentas y considera a su líder como un santo; en el otro bando, escuadrones de policías que arrestan, golpean, matan o torturan a quienes creen que son partidarios de los insurgentes. Ambos bandos son igualmente despiadados, con la población civil en el medio y víctima de formas de terror opuestas pero convergentes. Uno de esos habitantes es un médico (Ramzy Bedia) que, si bien es cierto no se encuentra en la primera línea de la lucha violenta entre gobierno y levantamiento armado, ve sus efectos a diario: periodistas desaparecidos, madres traumatizadas y horribles heridas por intentos de asesinato. La desesperanza, la desilusión y la impotencia lo agobian cada vez más arrojándolo a un estado de alteración mental que encuentra un respiro, un breve alivio, cuando se plantea la posibilidad de huir al extranjero. No obstante, cuando es obligado a trabajar para una de las facciones, pone en duda sus capacidades, sus deberes y su brújula moral. Al huir de cualquier didactismo, confiando en que el espectador escudriñe en las pistas, el director confecciona -sin la necesidad del despliegue grandilocuente o artificioso de efectos visuales y sonoros- una distopía purificada de cualquier referencia histórica precisa, una abstracción elocuente y elegante, de todas esas guerras internas que han trastornado al mundo árabe, cuya inestabilidad crónica desemboca en el sufrimiento interminable de esa zona geopolítica.
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