Faltan solo dos días para el fin del mundo, pero al inicio de El caballo de Turín (The Turin Horse) quedan siete. Siete, ese número cabalístico inmiscuido también en la divina creación de la Tierra como la conocemos. Su desaparición en manos de Béla Tarr es menos romántica y glamurosa que en las películas de ciencia ficción, es lo opuesto a la sobreestilización de Melancolía, por dar un ejemplo. Sin embargo, detrás de la forma en que Tarr retrata a la humilde pareja de habitantes rurales hay un método, y uno de los más honestos, y estilística y discursivamente depurados que puedan encontrarse en el cine contemporáneo.
El filme parte de la anécdota de Friedrich Nietzsche evitando que un conductor golpee a su caballo. Después vemos la historia de quien podría ser el conductor, un hombre lisiado que necesita de su hija para vestirse, comer, vivir… y la de la joven, quien tiene el pelo perpetuamente sobre la mirada. Los días que vemos son casi idénticos uno al otro. Diario, sobre la mesa, hay papas para comer y nada más. Pero por más que los gruesos muros de piedra de su cabaña estén hechos para protegerlos del exterior, no hay nada que pueda detener que lo que está sucediendo en el mundo altere su microcosmos. Se cuela, primero, a través de los fuertes vientos, rotundos dentro de la casa gracias al diseño de sonido, y cada vez más fuertes fuera de ella. Le dificultan la ida al pozo a la mujer, hasta que ya no tiene que ir porque el agua se ha agotado. Les impiden la huida a ambos y su caballo, aunque no haya adónde escapar.
¿Qué queda después del fin del mundo? Absolutamente nada. La vida es una luz que poco a poco se apaga. Y con ella –todavía peor– se extingue el cine de Béla Tarr . Al concluir El caballo de Turín, el director húngaro declaró que era su último filme. Para él ya no hay nada que decir. Nada.
SOR (@SofOchoa)