IFF Panamá 2018. ‘Cenizas’, ‘Matar a Jesús’, ‘Érase una vez en Brasilia’ y ‘Cocote’ - ENFILME.COM
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IFF Panamá 2018. ‘Cenizas’, ‘Matar a Jesús’, ‘Érase una vez en Brasilia’ y ‘Cocote’
Publicado el 11 - Abr - 2018
 
 
Del 5 al 11 de abril de 2018 se lleva a cabo la 7ª edición de IFF Panamá (Festival Internacional de Cine de Panamá), certamen que incluye lo mejor del cine internacional, además de darle continuidad a su compromiso educati - ENFILME.COM
 
 
 

Del 5 al 11 de abril de 2018 se lleva a cabo la 7ª edición de IFF Panamá (Festival Internacional de Cine de Panamá), certamen que incluye lo mejor del cine internacional, además de darle continuidad a su compromiso educativo y de promoción.

A continuación revisamos tres filmes de Portal Iberoamericano, sección de filmes latinoamericanos que incluye algunas de las piezas más celebradas en la escena internacional, y uno más de la sección Historias de América Central y del Caribe.

 

Cenizas

Dir. Juan Sebastián Jácome, Ecuador/Uruguay, 2018.

★★★½

Caridad (Samanta Caicedo) es una chica taciturna que vive a las afueras de Quito, en un poblado sobre el que caen, de forma espesa, enormes cantidades de ceniza debido a la agitación de un volcán que no deja de hacer erupción. En los noticieros televisivos recomiendan evacuar la región, presagian devastaciones descomunales, por lo que Cari opta por ir a Quito y, de paso, buscar a su padre, Galo (Diego Naranjo), a quien tiene años sin ver. El reencuentro es incómodo y áspero; las recriminaciones y los silencios se suceden, se mezclan y se intercalan. Galo es un pintor medianamente exitoso, que vive con su esposa y con su madre y sufre la pesadumbre que las distancias de los años han cavado entre él, Cari y Liza, su otra hija, con la que, se sugiere, ocurrió un evento trágico del que su ex esposa (ya fallecida) lo culpó. De esos que arruinan vidas, de lo que suelen sepultarse en lo más profundo de la memoria de los involucrados y de toda la familia; de los que, simplemente, es mejor no hablar. Galo se insiste inocente a los ojos de Cari, argumentando que su madre inventó todo por el rencor que le generaron sus infidelidades, ella fue la culpable de arruinar su relación con sus hijas. Cari está embarazada de un novio que supuestamente está en México, pero del que en realidad quiere tomar distancia y que, intempestivamente, aparece a complicar la relación entre la hija y su padre; el ciclo del abandono de la figura paterna podría repetirse. Pese al cariño que subsiste y al tímido afán de ambos por reconectar, por recuperar el tiempo perdido de su vida en común, los intentos de Cari y Galo constantemente chocan contra el sólido muro que ese misterio (cuya verdad solo Galo y Liza conocen) ha construido entre ellos.

El ecuatoriano Juan Sebastián Jácome recurre a un evento de la naturaleza como lo es la erupción de un volcán no sólo para disparar su historia sino para darle propuesta estética en lo visual (a través de la paleta de colores, pero igualmente con el juego de la profundidad de campo limitada que emula la forma en que la abundante caída de ceniza impide ver las cosas con claridad, y con una cámara trémula consecuente con la ansiedad e inquietud que retrata) y también otorgar significados diversos al título del filme haciendo que lo literal se vuelva simultáneamente simbólico. Jácome ha mostrado un notorio avance desde su digno debut con un filme panameño, Ruta  de la luna (que se presentó en la primera edición del IFF Panamá, en 2012) hasta Cenizas, un trabajo que pese a la carga dramática del tema que aborda, suele guardar la compostura, eludir el melodrama (quizá con la excepción de una secuencia importante) y con sensibilidad y buen manejos de los tiempos y los espacios, de la formulación de detalles que significan, va construyendo un filme que se mueve por los terrenos del suspenso, en el que continuamente se filtra una honda nostalgia (apuntalada por la presencia en dos momentos importantes de Roberto Carlos con su Un gato en la oscuridad), de las que abruman, de las que llevan consigo la certeza de lo irremediable.

Alfonso Flores-Durón

 

Matar a Jesús

Dir. Laura Mora Ortega, Argentina/Colombia, 2017.

★★★½

Saliendo de clases en la universidad pública donde estudia, en Medellín, Paula (Natasha Jaramillo) platica animadamente con sus amigos. Uno de ellos le confiesa que ha dejado de fumar marihuana y le recomienda hacer lo mismo, pero a ella le causa gracia. De ahí va al salón de clases donde su padre, catedrático, finaliza una lección en la que habla de la necesaria acción política contestaría. Paula le pide un aventón a la casa y se van juntos en el auto del padre. En el trayecto, la chica le cuenta la anécdota de su amigo que ha dejado de fumar y su padre, respetuoso, pero con cierto nerviosismo también le dice que ella debería imitarlo. Al llegar a casa, el padre desciende del auto para abrir la reja y es emparejado por un sicario que le dispara a quemarropa y lo mata. Paula alcanza a distinguir el rostro del asesino. Después de padecer la ineptitud policíaca en la investigación y de olfatear posibles complicidades entre quienes deben hacer cumplir la ley y los criminales, Paula decide actuar por su cuenta. Una noche, en un antro, reconoce al asesino de su padre, Jesús (Giovanny Rodríguez) se deja galantear por él y terminan relacionándose, aunque ella en todo momento evita involucrarse emocional y sexualmente con él. De cualquier forma, mientras ella idea cómo lograr vengarse de Jesús, lo va conociendo, su origen, a su familia, y va entendiendo de dónde proviene lo que hace a alguien como Jesús actuar como actúa.

En Matar a Jesús, Laura Mora Ortega aborda el tema de la violencia, omnipresente en el cine colombiano. No es para menos. Se trata de un país que la ha sufrido desde hace muchos años de forma permanente (por causas diversas), demoledora y cuyas consecuencias son heridas difíciles de cicatrizar que, más bien, tienden a convertirse a su vez en causas de más violencia, alimentando una espiral que parece interminable. Bajo un ritmo intenso, con interpretaciones tremendamente naturales y energéticas de un elenco compuesto por actores no profesionales, Laura consigue colocar al espectador en un estado de continua agitación. Por encima de todo, empero, destaca una resolución de la historia poco esperada, inventiva, valiente y llena de compasión, que surge a partir de la posibilidad de humanizar a un sicario como Jesús (un matón a sueldo que es el eslabón más insignificante de un sistema podrido que corrompe a la sociedad en su conjunto) y, al hacerlo, plantear la única auténtica posibilidad de romper con el círculo de destrucción que tanto daño ha hecho a Colombia, y a tantos otros países.

Alfonso Flores-Durón

 

Érase una vez Brasilia

Dir. Adirley Queirós, Portugal, Brasil, 2017.

★★★ 

Un exconvicto intergaláctico del planeta Karpenstahl es enviado a la tierra a cambio de la seguridad de su familia y con una sola misión: asesinar al presidente de Brasil. Después de un largo y desastroso viaje, y tan pronto aterriza, WA4 (Wellington Abreu) se une a un pequeño ejército de hombres y mujeres de otros planetas que intentan realizar la revolución social del país.

Un filme desconcertante de alta carga simbólica y que apela a la capacidad crítica del espectador y a su imaginación para complementar los silencios e intuir los indicios de lo que se nos está queriendo relatar. Los pocos recursos económicos con los que Adirley Queirós (White Out, Black In, 2014) acostumbra a trabajar y los límites que esta situación otorga, lo obligan a desmantelar el género fílmico de la ciencia ficción, a ceñirse a una estética casi surrealista y a hacer uso de los elementos cotidianos de la realidad de Brasil para resignificarlos y adaptarlos a su historia. Este último punto resulta ser uno de los más destacados: Queirós nos coloca desde la perspectiva de sus personajes, ajenos al funcionamiento de la realidad en el mundo, y añade un carácter siniestro a todo lo que los rodea: el metro, los helicópteros, los automóviles, como si formaran parte de la seguridad del gobierno brasileño, quien, aparentemente, los está buscando. Si bien podría pensarse que la persecución de la que se sienten víctimas está en su imaginación (por momentos parecen niños, amigos, reunidos para jugar a la guerra), lo cierto es que el filme es un retrato de la paranoia social que se vive y de la parálisis política y el militarismo pasivo de los ciudadanos: todos tenemos en mente una rebelión, pero no hacemos más que imaginarla. Al menos, eso puede interpretarse al considerar los anacronismos que presenta el filme: los soldados intergalácticos fueron enviados para eliminar a Juscelino Kubitschek (presidente de Brasil de 1956 a 1961), pero los discursos que se escuchan en la radio fueron promulgados por Dilma Rousseff (presidenta del 2011 al 2016) y Michel Temer (presidente actual), como si, realmente, no se hubiera hecho nada desde entonces más que esperar un cambio, o, quizá, como si, simplemente, fuera demasiado tarde ya para intentar hacer algo. El título hace referencia a los cuentos de hadas —Érase una vez Brasilia (Era uma vez Brasília)—, tal vez porque sólo mediante los cuentos infantiles y la imaginación pueda ser posible creer en un final feliz para esta historia.

David Poireth 

 

Apoyándose en una figura tan abundante, controvertida, fascinante y, también, inabarcable como Rubén Blades, un músico extraordinario, de las estrellas más trascendentales de la salsa en el mundo, letrista con aguda visión social, defensor de causas comprometidas, artista plástico, abogado graduado en Harvard, político polémico, neoyorquino por adopción pero con el corazón y la mente bien puestos en Panamá, Benaim presenta un personaje que, de distintas formas, encapsula lo diversa que suele ser la configuración de la identidad panameña. Siendo imposible cubrir cada uno de los ángulos de una vida tan fecunda, de una personalidad tan exuberante, el director deliberadamente decide mostrar un poco de todo lo que habita en Blades y, al hacerlo, asume que no podrá profundizar demasiado en ningún aspecto particular, y elude meterse en asuntos comprometedores (como el deseo de Blades de volver a postularse a la presidencia de su país) para más bien enfocarse, precisamente, en rescatar todo el caleidoscopio que confirma lo que es y representa Blades para Panamá. Gracias a una notable labor de montaje, a una destacada factura en el trabajo de la imagen, así como a las enriquecedoras presencias de personajes del calibre de Sting, Paul Simon, Residente, Gilberto Santa Rosa, Ismael Miranda, entre otros grandes de la música, Yo no me llamo Rubén Blades en buena medida subsana sus limitaciones. Además, claro, la portentosa música de Blades y su sentido del humor contribuyen gozosamente en la confección de un filme que actúa como un legado que es divertido, entretenido y, como todo lo que tenga que ver con herencias, también guarda un aire de nostalgia, en este caso una que es dulce y, al mismo tiempo, picosa.

Alfonso Flores-Durón

Cocote

Dir. Nelson Carlo de los Santos Arias, República Dominicana/Alemania/Catar, 2017.

★★★★½ 

Alberto (Vicente Santos) es un jardinero responsable que trabaja arduamente para una familia de clase alta en una lujosa mansión de Santo Domingo. Él se ve obligado a pedir un permiso para ausentarse por algunos días y regresar a Oviedo, su pueblo natal, para velar a su padre, quien fue asesinado a manos de un hombre influyente de la zona. La vestimenta formal de Alberto -zapatos, pantalón y camisa- y su nueva respetabilidad lo marcan como un hijo pródigo para su madre y sus hermanas, que esperan que Alberto no sólo participe en ‘Los Rezos’, el ritual del entierro de nueve días, sino que también ejecute un crimen para vengar la muerte de su padre. Sin embargo, estas acciones no concuerdan con el sentido de racionalidad y equilibrio que el hombre ha aprendido en los últimos años que ha vivido en las dinámicas de lo urbano y alejado de las tradiciones de su pueblo.

El crimen es ciertamente una fuerza motora representada continuamente en el cine, y el cine es un dispositivo que juega con la imaginación y sobre todo con la creencia. Cocote se centra tanto en el crimen como en la creencia, pero desde un punto de vista particular, que es el del duelo. En la familia de Albert, el dolor es el proceso de la aceptación de un padre brutalmente asesinado, y el duelo de la estrecha comparación entre el viejo y el nuevo modo de pensar, que chocan en la elección de los rituales en honor a los difuntos. Una mezcla del cristianismo del campo y la cosmovisión de antiguas tribus africanas, animista y vengativo, a diferencia de un cristianismo de la ciudad, ortodoxo y puritano. Antes de que comience el ritual -mostrado con una cámara que se desplaza íntimamente en los espacios interiores donde se le rinde tributo al muerto-  el director Nelson Carlo de Los Santos Arias inserta toda clase de digresiones y florituras impresionistas (la presencia de humo en Santo Domingo, una anécdota que reflexiona en torno a la figura de Diógenes, un reportaje televisivo sobre un gallo que anuncia la llegada de Jesucristo) para fracturar las convenciones del lenguaje cinematográfico. Transitar del color al blanco y negro, de un marco en formato 4:3 a una pantalla ancha, introducir pasajes extraídos de programas televisivos, poner atención en los modos de hablar de los dominicanos, darles preponderancia a las atmósferas sonoras sobre la imagen y la dialéctica entre la inmersión y la distancia son sólo algunos de los recursos y juegos arbitrarios que emplea el director para crear una estética que evidencia los artificios del cine. Más intrigante y meritorio aún, es la capacidad de Nelson para, a pesar de sus recursos experimentales y discordantes, esbozar una narrativa sólida centrada en un hombre inmiscuido en un dilema moral: ¿qué hacer cuando la responsabilidad familiar se contrapone a la ética? La animosidad de las hermanas de Alberto que buscan la justicia anárquica en contraposición a la figura débil del primogénito que como tal es, sin embargo, respetado por todos, incluidos los asesinos, como cabeza de familia. Alberto cree en la ley, en el orden establecido, que también debe aprender a considerar inexistente, ya que la policía nacional resulta ser el primer actor de la violencia y la anarquía. La sensación de inquietud del protagonista encaja a la perfección con la propuesta formal del director y con la energía ilimitada del ritual de entierro. Además de crear un drama equilibrado -que oscila de los momentos privados  a la crítica social-, Nelson confecciona una obra antropológica que quiere mostrar más que demostrar.

Luis Fernando Galván

 
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