En México existe una extraña fascinación por la muerte. Probablemente sus orígenes se pueden rastrear desde la época prehispánica, mientras que el mejor de los ejemplos de esta sana convivencia con esqueletos y calaveras se encuentra en las tradicionales celebraciones del Día de Muertos. En la lejana época colonial, durante el apogeo de la pintura barroca, destacó, dentro del género de la naturaleza muerta y del bodegón, la modalidad de la vanitas. Su nombre proviene de un pasaje del Eclesiastés (1,2): Vanitas vanitatum omnia vanitas (Vanidad de vanidades, todo es vanidad) y se usó pictóricamente para introducir una reflexión sobre la fugacidad de la vida y la inutilidad de los placeres mundanos ante la única certeza que tiene el hombre en este mundo: la muerte.
Desde su invención en 1839, la imagen fotográfica –debido a su carga de “objetividad”– ha jugado un papel preponderante para darle continuidad a estas preocupaciones pictóricas. Sin olvidar los retratos de los infantes muertos en las últimas décadas del siglo XIX, la fotografía fue utilizada para registrar de manera evidente y sin permitir contradicciones o dudas, las muertes de líderes revolucionarios a principios del siglo XX. Si bien es cierto que el pintor Francisco Goitia elaboró una serie de sensacionales cuadros sobre los ahorcados que encontraba en Zacatecas durante las batallas de 1914, una de las imágenes más impactantes de la cruel guerra es la del cadáver de Emiliano Zapata; se trata de una fotografía como prueba irrefutable de la caída del caudillo.
Emiliano Zapata fue asesinado el 10 de abril de 1919.
Durante casi medio siglo, Enrique Metinides fotografió la muerte y el desastre en y alrededor de la Ciudad de México. Choques automovilísticos, accidentes de trenes y accidentes aéreos, él siempre estaba ahí con su cámara, registrando no sólo los restos sino la forma en que tales incidentes se convirtieron en sitios de peregrinación instantánea. Escenas de crimen, suicidios, ahogamientos, incendios, incluso accidentes extravagantes (“Un cable de alta tensión se suelta y golpea a un hombre caminando por la calle Tacuba…”), desastres naturales y no naturales. La obra de Metinides es un vasto catálogo de las diversas maneras en que la gente es destrozada y asesinada. Trabajando para los periódicos de la nota roja, él se convirtió en el narrador visual de la sangre, pues como apunta el título de una de las piezas artísticas más impactantes de Teresa Margolles, en un país como México ¿de qué otra cosa podemos hablar?.
Metinides pasó la mayor parte de su carrera trabajando para La Prensa. Se aferraba con un apetito atroz por la calamidad y el percance, pero tal es la perseverancia con que siguió esta línea de trabajo que resulta atractiva su devoción depositada en el tema. Enrique comenzó a tomar fotografías de accidentes de coche cuando tenía 10 años. Los policías dejaron que este niño precoz se acercara a su recinto para que tomara fotografías de los presos bajo custodia, los heridos, los muertos. Lo que pasó a continuación fue como un suceso extraordinario de película: mientras Metinides estaba fotografiando un accidente de tráfico, el fotógrafo titular de La Prensa se acercó al muchacho y lo contrató para que se convirtiera en su asistente. Todavía en su adolescencia temprana, Metinides continuó aprendiendo y perfeccionando su técnica y convirtiéndose en un regular en los hospitales, escenas de crimen, morgues y sitios de choque.
A pesar de su contenido, a menudo espantoso, es fascinante el acto de mirar los cuadros de Metinides. Como bien apunta Carlos Monsiváis en Fuegos de nota roja (1992): “Como sea, en la nota roja se escribe, involuntaria y voluntariosamente, una de las grandes novelas mexicanas, de la cual cada quien guarda los recuerdos fragmentarios que esencializan su idea del crimen, la corrupción y la mala suerte”. De la misma manera que muchas de las fotografías capturan a los transeúntes como espectadores de la tragedia, nosotros también nos convertimos en metiches, fisgones y voyeristas del evento. En este sentido, nuestra disposición a especular se origina en nuestra curiosidad implacable, que es el elemento fundamental de nuestra cultura obsesionada con los medios de comunicación. Vemos catástrofes a la distancia y estamos intrigados por esas pesadillas que no son nuestras.
En el trabajo de Metinides hay una fuerte influencia del cine. Los elementos compositivos del encuadre cinematográfico se utilizan sistemáticamente para realzar el significado de los acontecimientos. Estas decisiones estéticas infectan las realidades para despertar la atención del espectador. En una entrevista con Trisha Ziff, el fotógrafo reconoció cómo gran parte del impulso y entusiasmo por su oficio proviene de las imágenes en movimiento:
Conocí el trabajo de Nacho López y Héctor García pero no diría que me influenciaron. Yo era mucho más autodidacta. Pienso que la más importante influencia de mi trabajo siempre han sido las películas norteamericanas, las películas de gángsters. De niño yo iba al cine y me sentaba al frente, a veces veía la misma película si podía. La calle donde yo vivía, San Juan de Letrán, tenía muchos cines y me gustaba ir yo solo, y ver las películas de Edward G. Robinson y Humphrey Bogart. Pienso que el cine y la luz de esas películas fueron lo que más me impactó. A veces fotografiaba alguna tragedia en la ciudad y me preguntaba si estaba en México o en alguna de esas películas.
Una mujer contemplando el suicidio en la repisa del piso 27 de la modernista Torre Latinoamericana podría ser una escena de una película de Alfred Hitchcock. En las fotografías de Metinides, la diversidad de la tragedia parece demasiado extraña para ser cualquier cosa menos las tramas que se forman en las mentes y los presupuestos de los estudios de Hollywood.
Es alarmante darse cuenta de que una imagen del Hotel Regis en la Ciudad de México, derribado por el terremoto de 1985, es una crónica espectacular del azar: el fotógrafo estaba ahí en el momento preciso.
Sobre las extrañas maneras en que opera el azar, Amores perros (2000), dirigida por Alejandro González Iñárritu, también ambientada en la capital del país, tiene semejanzas con las fotografías de Metinides. La película comienza con una persecución de coches y un terrible accidente. Posteriormente, saltamos al pasado y navegamos por el tejido de acontecimientos que impulsan esa secuencia de apertura. La fotografía de Metinidies de la periodista Adela Legarreta Rivas, sin vida y contorsionada con su rostro contra un poste, tiene semejanzas asombrosas con la película de Iñárritu.
Las imágenes de Metinides son únicas en su capacidad de capturar momentos críticos. El interés del fotógrafo no sólo es capturar y representar la tragedia, sino también satisfacer nuestro apetito por este tipo de imágenes. “La gente ama el drama y le gusta mirar los accidentes. Les encanta el chisme, ser entrometido, interferir. Es por eso que siempre hay una audiencia para estos dramas, estos ‘espectáculos’.”, dice el decano de la nota roja.
TEXTOS CONSULTADOS:
- Los mil y un velorios: Crónica de la nota roja en México, escrito por Carlos Monsiváis (1994).
- Lujos de la sangre: La fotografía de Enrique Metinides en el MUCA, escrito por Juan Carlos Bautista (2001).
- Nota (N) roja: La vibrante historia de un género y una nueva manera de informar, escrito por Marco Lara Klahr, Francesc Barata (2009).