Durante la décima edición del IFF Panamá, que se desarrolló en la Ciudad de Panamá, dentro del nuevo complejo cultural llamado La Manzana, en el barrio de Santa Ana, cerca del Casco Antiguo, se proyectaron diez filmes de distintos orígenes y perfiles que mostraron la pluralidad de miradas que existen en Latinoamérica, con la incrustación también de propuestas de países que no integran la región, pero que comparten la preocupación por los temas fundamentales que hoy en día preocupan al mundo. Observaciones que tienen que ver con la identidad, con la desigualdad social, con la reapropiación del espacio, la recuperación de la memoria, el respeto a lo diferente, por ejemplo, entre otros temas. Este es un primer repaso por algunos de los filmes que tuvimos la suerte de ver durante el festival.
Plaza Catedral
Dir. Abner Benaim
★★★½
En el corazón del Casco Antiguo, en la capital de Panamá, vive Alicia (Ilse Salas), una mexicana de 40 años, recién separada tras la trágica muerte de su pequeño hijo en un accidente, durante una fiesta infantil. El padre del niño la culpa de lo ocurrido y ella, en parte, también se lo cree. Es arquitecta, trabaja en bienes raíces y el balcón de su apuesto departamento se asoma, precisamente, a la Plaza Catedral, donde para poder estacionar su propio coche, debe darle propina a un niño que se la exige, el Chief (Fernando Xavier de Casta), aunque ella, repetidamente, se niega a hacerlo. Sin embargo, entre la pena que carga Alicia, su soledad, sus recuerdos, y el carisma de Chief, gradualmente comienza a desarrollarse una relación entre ellos que tiene varias aristas, la mayoría de ellas potencialmente espinosas. No parecen abundar las posibilidades para que su amistad pueda terminar de cuajar.
El director panameño, Abner Benaim, debutó dirigiendo ficción con la película Chance(2009), una comedia con comentario social; pero después se instaló en el documental donde realizó Empleadas y patrones (2010) -sobre el servicio doméstico y la brecha insalvable que le marcan sus empleadores-; Invasión (2014) -ingeniosa reconstrucción del momento histórico de la llegada del ejército estadounidense a Panamá-; y Yo no me llamo Rubén Blades (2018) -un tributo a la importancia musical, cultural y social del célebre músico en la vida panameña-. Sus preocupaciones fundamentales han oscilado entre la observación social de lo que ocurre en un país con tanta desigualdad y clasismo, y la búsqueda que la gente de este territorio constituido hace relativamente pocos años tiene por encontrar su identidad. Con Plaza Catedral, el director traza los temas de la pérdida y de la búsqueda por llenar un vacío existencial, mientras simultáneamente plantea la forma en que la pobreza insultante que geográficamente se encuentra apenas a unas cuadras de distancia de una zona afluente de la capital panameña, en realidad parece no tener forma de franquear el abismo que las separa. Pese a que el filme no termina por penetrar de lleno al fondo de los temas (quizá cada uno es tan importante que terminan eclipsándose unos a otros), la solidez de las formidables interpretaciones tanto de Ilse Salas como de Fernando Xavier de Casta crea un vínculo entrañable entre ellos (que se traslada al espectador) que permite que la historia se asiente y florezca. Que la vida de Fernando Xavier haya seguido un rumbo similar al que interpretó en el filme, va más allá de este análisis, pero habla de la misteriosa forma en que le cine y la vida en ocasiones (incluso en sus vertientes más crueles) suelen dialogar.
Panquiaco
★★★★½
En el norte de Portugal vive Cebaldo (Cebaldo de León), un indígena dule de Panamá, que parece ser la personificación misma de la saudade , esa expresión imposible de traducir al castellano en su totalidad pero que sugiere añoranza, melancolía profunda. Cebaldo es ayudante de marinero pero pasa buena parte del día pensando en su pueblo, recordando, sumergido en su nostalgia. Habla poco con la gente, apenas sonríe, se mantiene abstraído y parece no querer contestar los mensajes que le dejan amigos y familiares, como si no quisiera remover aún más las vivencias de lo que dejó atrás y parece lastimarlo. Pero, de pronto, Cebaldo se encuentra de nuevo en su tierra, aunque solo para descubrir que varias de sus personas cercanas ya no están, y que le es imposible revivir lo que antes fue, lo que vivió en el pasado; no es ya posible recuperar lo que se perdió, al menos no de la misma forma. Sus intercambios verbales, emocionales, espirituales con un doctor de almas del poblado (Fernando Fernández) lo confrontan con sus certidumbres y lo empujan a examinar con profundidad en su interior. En el proceso de asimilación de esa realidad se juega Cebaldo la reconfiguración de la imagen que tiene de sí mismo, de lo que es y de lo que representa, como metáfora de lo que ocurre con la tierra de donde surgió.
La obra de Ana Elena Tejera es de una riqueza sobrecogedora. Integra múltiples reflexiones de temas profundos y complejos y lo hace con una fluidez que parece acuática, como proveniente del mar donde a Cebaldo le han dicho que todo se originó, y en el que él se gana la vida en el otro lado del mundo. La narración se mueve libremente entre la ficción y el documental, y transita entre los recuerdos, los sueños, la poesía, la reconstrucción histórica y el comentario etnográfico. Es Panquiaco un filme visualmente muy bello y evocativo, y su diseño sonoro es elocuente e inmersivo. Por momentos (algunos planos, el tratamiento de algunas ideas) el filme hace pensar en el cine de Pedro Costa, pero también es inevitable encontrar resonancias de la propuesta fílmica y existencial de Apichatpong Weerasethakul, e incluso de Lucrecia Martel (en su repaso de los resabios colonialistas al comprendernos solo bajo esa óptica) tres gigantes del cine actual. Pero, además, toda esta riqueza corre por cauces que la dirigen hacia la reflexión de la identidad panameña, lo que se presenta como una retorcida paradoja: un pueblo que no termina por encontrarse, por saber qué es, quién es que, al mismo tiempo, posee poderosas raíces como de las que hablan y que manifiestan los indígenas dule, quienes atesoran una historia sólida, una sabiduría asombrosa, una capacidad de entender el mundo llena de verdad y una generosidad para dejarse conocer y compartir sus enseñanzas que es digna de admiración. Ana Elena Tejera es un talento muy especial al que debemos seguirle la pista muy de cerca. No tardará mucho en ser reconocida por todas partes del mundo.
Clara Sola
Dir. Nathalie Álvarez Mesén
★★★½
En una región rural de Costa Rica vive Clara (Wendy Chinchilla), con su madre, Fresia (Flor María Vargas Chaves) una mujer ya entrada en años, fervorosa creyente de la religión, y su sobrina María (Ana Julia Porras Espinoza), quien la quiere y la cuida. Porque Clara es una persona fuera de lo común. Por un lado, padece una discapacidad física que no le permite moverse con naturalidad; mentalmente, es claro, tampoco actúa bajo los estándares de los otros y, además, mantiene una conexión peculiar con la naturaleza que le permite, incluso, establecer un diálogo íntimo con el caballo blanco de la familia (que solo a ella entiende y obedece); pero, por encima de todo, en virtud al encuentro que, se rumora, tuvo con la Virgen, Clara se convirtió en una especie de emisaria suya que practica pequeños milagros en la comunidad cuyos miembros recurren constantemente a su manto protector para que les de alivio, solucione sus problemas económicos o lo que sea. Para redondear la complejidad de su figura, Clara, entrando en sus cuarenta, está experimentando un feroz despertar sexual, por lo que no necesita mayor provocación para otorgarse a sí misma placenteros milagros, sin importar donde se encuentre. Por lo general, empero, su madre la descubre y como castigo le llena las manos de chile, o se las quema. El ver a María ponerse romántica con un joven que recién ha llegado para ayudarlos con las labores de la propiedad, solo arroja gasolina al fuego interno que parece consumirla.
El cine sigue siendo un medio importante para, de forma artística e inteligente, ayudar a la gente a asimilar la importancia que tiene aceptar, respetar y convivir (de preferencia también querer) al otro, al que consideramos diferente, al que para bien o para mal no encaja en el corset con que la sociedad suele querer que la realidad se contenga. Con una inventiva y convincente interpretación de Wendy Chinchilla (bailarina que sabe apropiarse del cuerpo y la mente de Clara), una práctica y eficiente puesta en escena, resaltada por el educado ojo de la fotógrafa sueca Sophie Winqvist que captura con donaire los paisajes naturales y la forma en que inciden en Clara, un diseño de sonido que acentúa esa presencia de la naturaleza en el interior de Clara, la directora Nathalie Álvarez Mesén retrata un mundo que pese a desarrollarse en la apertura del espacio y la riqueza de lo verde y lo fresco, es opresivo y asfixiante, una estampa con la que muchas personas, en muchos sitios de Latinoamérica claramente se pueden identificar. No es necesario que exista la maldad entre quienes ejecutan acciones reprobables, muchas veces es suficiente con que las buenas intenciones no se adecúen a los deseos de la persona a la que se busca cuidar o proteger. En ocasiones se necesita de actos radicales para romper la violencia de las inercias, y Clara parece haberlo entendido.
Sundown
Dir. Michel Franco
★★★★½
Neil (Tim Roth) y Alice (Charlotte Gainsbourg), junto con los jóvenes Colin (Samuel Bottomley) y Alexa (Albertine Kotting McMillan) parecen formar una familia inglesa que vacaciona plácidamente en un hotel de súper lujo en Acapulco, en una villa con alberca infinita propia, prodigiosa vista al mar, y un cuerpo de empleados a su servicio. Pese a que la relación entre ellos es afectuosa, apenas se hablan. Cada uno parece disfrutar del sol, las bebidas y sus tabletas o celulares en personal fruición; si bien en un viaje por yate sí muestran mayor convivencia, para luego retornar a su paradisíaco espacio de relajación. Hasta que llega una intempestiva llamada al celular de Alice avisándole que su madre ha muerto. Deben regresar a Londres de inmediato. Desde camino al aeropuerto, en el transporte que los conduce, la aflicción de Alice contrasta con la impasibilidad de Neil quien un poco más tarde, ya al momento de documentar, esconde discretamente su pasaporte y a ellos les dice que lo ha olvidado en el hotel. Deben abordar de inmediato, así que Neil los alienta a adelantarse; él los alcanzará para los funerales en cuanto encuentre su documento.
Apenas abandona el aeropuerto, el hombre, igualmente impávido, aborda un taxi acapulqueño y trabajosamente dándose a entender, le indica al conductor que lo lleve a donde sea, algún sitio que conozca y esté cómodo. El taxista lo deposita en un hotel céntrico, de los que ni estrella alcanzan, y a Neil le parece estupendo. Se aloja y se dirige caminando a la playa, una muy populosa y ruidosa, donde consigue una silla y se sienta a tomar cerveza y ver el mar, disfrutando de su rumor, aparentemente ajeno al bullico que lo rodea. Ese mismo ritual comienza a repetirlo cotidianamente, solo interrumpido por las llamadas de Alice preguntándole qué ha pasado, a la que le responde que su pasaporte fue robado y la Embajada está intentando ayudarlo para obtener uno provisional, al principio; después, ya de plano ignorando las llamadas. También otro día cuando le roban las pertenencias que tenía en su habitación, aunque, en realidad, a Neil todo parece darle exactamente lo mismo. Nada lo perturba.
Quizá solo, para bien (para él), la única agitación a su rutina consiste en conocer a Berenice (Iazua Larios), una bella chica costeña con quien conecta de inmediato y empieza a tener sesiones de sexo y de disfrute del mar en silenciosa compañía. Neil apenas habla, casi no se expresa, ni se aflige, ni se perturba, ni nada; la mayor molestia que padece es la caída del sol en sus ojos. ¿Qué pasa por su cabeza? ¿Es un hombre “normal” o padece alguna enfermedad física o mental? ¿Tiene sentimientos, remordimientos? Lo que, parece claro, es que intenciones de regresar a su país, esas sí, no las tiene, en absoluto. Él solo quiere relajarse. Después ocurren una variedad de cosas que es mejor omitir aquí, para no develar los giros de la trama.
Al final, debajo de lo político y lo social, se encuentra la cavilación existencial sobre el ser humano, la persona. Y es en ella en quien en última instancia Michel Franco detiene su mirada, (aunque quizá no de la manera más esperanzadora, es cierto; probablemente no haya motivos para hacerlo, aunque sí con destellos de humor, de uno bastante negro). En alguien que ha decidido apostar por la soledad, por llevar su desapego al extremo. En un hombre que parece querer volver a ese estado de naturaleza del que no venga nadie, ni Locke ni Hobbes, a rescatarlo; sin estar encadenado a nada y sin tener que darle explicaciones a nadie, nunca más. En la búsqueda definitiva de sí mismo o, tal vez, más bien, en su acto de renuncia. El tiempo, parece, ha quedado en suspenso para Neil.