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Venecia 2022. Se presentó 'Bardo' de Alejandro González Iñárritu
Publicado el 01 - Sep - 2022
 
 
La crítica internacional coincide en que se trata de un filme espectacular, como de costumbre en Iñárritu, visualmente asombroso , profundamente personal, pero también fastidiosamente autoindulgente y narcisista. Muy entretenido. - ENFILME.COM
 
 
 

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Los ojos en el cine de Alejandro González Iñárritu

Ayer inauguró la 79a edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, en esa ciudad de fábula italiana rodeada de agua por doquier. Y en el primer día de competencia se ha proyectado Bardo (o falsa crónica de unas cuantas verdades), el más reciente filme del director mexicano, Alejandro González Iñárritu, que con este filme regresó a filmar a México, con una historia mexicana semi autobiográfica. La crítica internacional coincide en que se trata de un filme espectacular, como de costumbre en Iñárritu, visualmente asombroso (con el talento de Darius Khondji, reconocido director de videos que ha trabajado con Michael Haneke y Woody Allen, como director de fotografía), profundamente personal, pero también fastidiosamente autoindulgente y narcisista. Muy entretenido. Aquí les presentamos fragmentos de tres críticas de importantes medios del cine mundial. 

 

No solo es útil sino imperativo que se le recuerde a las audiencias el significado de ‘bardo’ antes de ir al cine -o encender la tele, dado que es un título de Netflix- para ver su suntuosa, desmadejada opus de casi tres horas. Es el nombre budista tibetano para el estado del alma posterior a la muerte y previo al renacimiento; un limbo, pero potencialmente con mejores prospectos. Por buena parte de este precioso, agotador, autocomplaciente si bien conmovedor filme, el director, productor, coguionista, editor y compositor indica que el esa alma es la de Mateo, el hijo de vida efímera del aclamado periodista y director de cine, Silverio (Daniel Giménez Cacho), y su esposa Lucia (Griselda Siciliani). ¿O se trata de la condición terrenal de Silverio, dando vueltas entre su precaria vida como expatriado en Los Angeles y una éticamente incómoda en Ciudad de México? Resulta ser alto totalmente distinto en este filme profundamente personal, que abarca un carrusel de cuadros magistrales en busca de conexión. 

Este trabajo cinematográfico tan ambicioso, que recuerda a Birdman, su propio filme ganador del Oscar y vuela con él hacia el 8 ½ de Fellini, no es la elección más obvia para una plataforma masiva orientada hacia los jóvenes. Es un serpenteo hablado en español, si no una divagación, dentro de la mente de un exitoso cineasta bañándose en los jugos de su propia duda y autodesprecio (pese a que también hay mucho de humilde alardeo). El alter-ego de Iñárritu es Silverio, es un hombre canoso, sesentón, mexicano de clases media expatriado, y solo porque no se ha vendido tanto como sus antiguos colegas de la televisión, no significa que él haya hecho las cosas como se deben para su país sumido en la ignorancia. Y él lo sabe. 

El espíritu de Fellini y el amigo de Iñárritu, Paolo Sorrentino, se abren paso por el filme con cierto vigor cuando Silverio, que está próximo a recibir un premio importante en los Estados Unidos por su trabajo como documentalista (su filme más reciente se tituló “o falsa crónica de unas cuantas verdades”) regresa a casa y el canal de tv en el que alguna vez trabajó. Bailarinas, telecastes, pietaje noticioso, incluso una sexy sirena llamada Tania Kristel (Fabiola Guajardo) desfilan en un plano secuencia de Darius Khondji (el talentoso director de fotografía), y todos regresarán – si bien lo menos que diga sobre la succionada de huevos fritos de los pechos de Kristel por un Silverio con cuerpo de niño y cabeza de adulto, mejor. 

Habiéndosele otorgado un juego menos estilizado en el rol de Marcello Matroianni/Toni Servillo, Daniel Giménez Cacho es efectivo como un ego envejeciendo -¿o será enardeciendo?- , súbitamente percatándose de que no es la gran cosa, después de todo. Como el alter-ego del director, en realidad se trata de su espectáculo. Los créditos técnicos son maravillosos. El diseño de producción de Eugenio Caballero (El laberinto del fauno) alimenta el devorador ojo de Khondji y cuando se le añaden los efectos fortalecen las conceptualizaciones más que sobrecargarlas. 

Iñárritu tiene muchas respuestas para su audiencia en este filme. Nos dice que “la gente en estos días se traga cualquier mierda que les ofrezcan”. Pero a un miembro de la familia que cuestiona el largo del último filme de Silverio, le replican “solo dura 90 minutos, güevón”. México es descrito como “un país muerto, en el que ninguno de nosotros muere”, algo que Silverio, y por extensión tampoco Iñárritu, pueden, podrán alterar. Esa es otra pista sobre la genuina intención de Bardo, el purgatorio fílmico de Iñárritu. 

-Fionnuela Halligan, Screen Daily

 

El ganador del Oscar, creador de películas como Amores perros, Birdman y The Revenant ha retornado a su patria, México, para hacer esta épica casi-autobiográfica, que se expande desgarbadamente a lo largo de un paisaje onírico de realismo mágico en el que la ficción y la realidad se funden de maneras que son técnicamente estilizadas y tremendamente insufribles. 

Es un filme asombrosamente autoindulgente y autoadulatorio -algo en el espectro entre Fellini y Malick- acerca de un periodista y documentalista mexicano que ha sido pródigamente premiado en Estados Unidos y ahora está por recibir un galardón importante, normalmente otorgado solamente a estadounidenses. (Iñárritu tiene, sospecho, una idea ligeramente imprecisa acerca de la vida de los auténticos periodistas/documentalistas, en oposición a la de los colosamente importantes directores de ficción premiados con un Oscar.) Pero ahora, en este momento de triunfo, nuestro héroe se encuentra una crisis de identidad en la madurez, hundida en un hueco de recuerdos y ansiedades alucinatorias acerca de su familia, su carrera y México, también.

Silverio es adorado y admirado por sus amigos cercanos y familia, pero sus contemporáneos en el periodismo guardan otra cosa en sus corazones, que se revela en la gigantesca fiesta que le ofrecen sus camaradas de la televisión en Ciudad de México -una especie de envidia maravilladad combinada con resentimiento por la forma en que los rebasó…

El filme está jaspeado con brillantes momentos individuales: tiene una impactante secuencia en la que las calles se encuentran pobladas de cuerpos inertes de los mexicanos “faltantes”: la gente desaparecida por la pobreza y el crimen, descorazonadamente ignorada por el estado. Y también hay una secuencia llena de bravura en la que Silverio se encuentra cara a cara con el fantasma de su pobre anciano padre y trata de decirle todas las cosas que debió haberle dicho cuando aún vivía. 

El filme está hecho con auténtico brío -tanto brío que, de hecho, puedes perdonar mucho del intolerable narcisismo. Iñarritu podría, si lo decide, contarnos una historia igualmente dolorosa pero menos grandiosa y automítica de su propia vida, pero ha ejercido su prerrogativa como artista y nos ha brindado esta confección en cambio. Es ciertamente espectacular. 

★★★ de 5
-Peter Bradshaw, The Guardian

 

El primer filme de Alejandro González Iñárritu situado y filmado en su México natal desde que levantó cejas hace más de dos décadas con Amores perros es tan largo y pomposo como su título. “Es pretencioso y onírico sinsentido”, se mofa un paisano mexicano que ha encontrado éxito en burdo comercialismo más que en el arte y la verdad, desestimando el trabajo semiautobiográfico del protagonista. Iñárritu parece adelantarse a sus críticos con descaro y sorna. Sin importar qué tan acertado encuentres aquella valoración, esta comedia épica existencia, Bardo (o falsa crónica de algunas verdades), es también una obra de rigurosa artesanía, desplazándose con cautivante fluidez entre el drama y la realidad a partir de su arrebatadora propuesta visual, filmada en 65mm por el gran cinefotógrafo, Darius Khondji.

Dentro de sus tres atiborradas horas, el proyecto de Netflix es mucho dentro de una película. Si bien se encuentra placer cuando uno se rinde ante su ritmo lánguido y sus sinuosas desviaciones narrativas -Yo nunca me aburrí- no escapa las acusaciones de autoindulgencia y derivatividad, tomando prestado desde All That Jazz y La Grande Bellezza, así como la gran influencia en esos dos filmes, el 8 ½ de Fellini

Uno esperaría que Iñárritu hubiera estrechado su foco, como lo hizo con su recopilación de recuerdos de infancia su amigo y colega Alfonso Cuarón en Roma. Pero esto es profundamente personal, cine inmersivo que expone mucha introspección acerca de la identidad cultural tanto del individuo como de su nación, progresiva mortalidad, el precio del reconocimiento, el corazón conflictuado del expatriado que regresa, la porosidad del tiempo y el seductor laberinto de la memoria. Quizá lo más revelador es la corrosiva consideración de vivir y trabajar en un país que ha mostrado históricamente una fría arrogancia imperialista hacia el suyo. 

La sección final arroja una mirada al futuro en el tiempo cuyo desenlace encuentra a Iñárritu -o Silverio- encarando lo inevitable, sobrepasado con asombro, confusión y arrepentimiento. “El éxito ha sido mi más grande fracaso”, confiesa en un momento revelador que le va bien a la naturaleza ambivalente de un filme cuyo esceptisimo respecto a lo que es la verdad está inherente en el subtítulo del filme. 

La capacidad de la audiencia para permanecer en la sala (o frente a la tele) para ver esta serpenteante y existencial exploración de la identidad personal, profesional y nacional -tan tragicómica como compungida- variará, dependiendo del interés que se tenga por el artista o el apetito por la belleza estética del filme. Incluso al final de las tres horas, Silverio persiste como una figura elusiva, pese a que Giménez Cacho (recientemente visto en Zama y Memoria), con su apariencia desgarbada y sus ojos tristes, prueba ser una curiosa guía eterna, respondiendo en especia a la calidez y espontaneidad de las secuencias familiares. 

-David Rooney, The Hollywood Reporter

 

 
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