La cinefilia -en la forma en que puede ser compartida por espectadores y cineastas por igual- tiene dos polos extremos, y ambos están asociados con impulsos feroces e intensos. Existe la cinefilia alineada con el amor en todas sus manifestaciones: romanticismo, deseo, ternura, esperanza. Y luego está la cinefilia alineada con la agresión, la violencia, el impulso de muerte. Ninguno, en un sentido importante, debe considerarse literalmente: muchas cosas sobre la faz de la tierra se deslizan bajo y entre el amor y la agresividad, y estos estados metamorfoseados pueden representar, o apegarse a, todo tipo de situación social y política. Samuel Fuller conocía el resultado, en su famosa declaración para Pierrot le fou (1965): “El cine es como un campo de batalla. Amor. Odio. Acción. Violencia. Muerte. En una palabra ... emoción”. Y la emoción nunca se puede restringir o explicar de acuerdo con una sola pista o dirección, ya sea humanista o ideológica.
Alfred Hitchcock -no extraño, como artista, a las emociones extremas (y extremadamente complicadas) de amor y odio- hizo una de las películas centrales e influyentes del cine moderno (después de 1960): The Birds (1963). Todo el género slasher -con sus oleadas de ataques y asesinatos, separados por tensos momentos de espera- no existiría sin él; tampoco cualquiera de esas películas se basaría en un enigma central y recurrente que da lugar, dentro de la ficción, a una cadena abierta de especulaciones interpretativas (esta estructura se convirtió en la especialidad de Larry Cohen, por ejemplo); y tampoco, en cierto sentido, clásicos de vanguardia como los de Peter Tscherkasky (Outer Space, Instructions for a Light and Sound Machine), que vacían los detalles de la trama mientras purifican la agresión, poniéndola en contacto directo con el aparato cinematográfico y el espectador.
Sin embargo, The Birds ya era puro, en su forma sublime y atemorizante: una fusión total de forma y contenido, inquietante e insistente. A través de él, muchos cineastas han aprendido cómo generar tensión, cómo hacer estallar la violencia, cómo convertir la pantalla en una barrera frágil como un cristal, a solo una pulgada de distancia de la maltrecha psique del espectador.
Cuando David Cronenberg hizo su temprana y descuidada obra maestra, The Brood, en 1979, claramente tenía las lecciones de The Birds incrustadas en su cerebro consciente o inconsciente. ¿Cómo manifiesta un cineasta, en la pantalla, la ira y la violencia asesina? ¿Cómo encuentra una forma, una forma plástica, para expresarlo, moldearlo, moverlo alrededor de una historia? Una y otra vez, The Brood recuerda los tropos magistrales de Hitchcock: el viaje de un personaje solitario a una habitación donde una criatura atacará desde arriba; uno, dos, diez niños apareciendo sucesivamente en el marco, como los cuervos en el accesorio del patio de recreo; los chillidos y los gritos de los niños, como los graznidos de los pájaros, se mezclan en una pared de ruido y encienden los mismos paroxismos concentrados de la catástrofe cinematográfica.
Trad. EnFilme
Fuente: MUBI