Por Juan Prieto
A caballo entre el cine silente y el sonoro, Cero en conducta (1933), del realizador francés Jean Vigo, es un mediometraje que aborda la insumisión de un grupo de estudiantes frente a la rigidez de una educación basada en la obediencia. Debido a su talante irreverente, la película fue considerada por las autoridades francesas como “antipatriótica” y su exhibición fue tolerada hasta 1945.
Tras las vacaciones, varios escolares uniformados regresan a un internado cuya pedagogía les resulta sofocante; ésta es encarnada por el personal docente: el director, un inquisidor enano de voz tipluda; el supervisor, un lunático que obedece, a pie juntillas, las órdenes de sus superiores; el profesor de ciencias, un grueso y adocenado pederasta, etc. De vuelta al plantel los jóvenes preparan un complot que estalla, rabioso e hilarante, hacia el final de la cinta, ridiculizando todo principio de autoridad.
Al presentar su primer trabajo, A propósito de Niza (1930), Jean Vigo manifestó, de modo meridiano, el que sería el perfil de su cinematografía: “Dirigirse hacia el cine social, es simplemente permitirse decir algo, y despertar en esas damas y caballeros que vienen al cine a hacer la digestión, ecos que no sean eructos”.
Jean Vigo nació en París en 1905 y fue hijo de Eugéne-Bonaventure de Vigo, un anarquista catalán conocido con el sobrenombre de Miguel Almereyda (anagrama de y de la merde). Director durante algunos años de un diario subversivo, La gorra roja, fue acusado de espionaje, arrestado y encerrado en la prisión de Fresnes, donde fue hallado muerto tras colgarse con los cordones de sus zapatos en 1917. La madre de Jean, militante también, no se ocupó de él y, al año siguiente, el joven fue confiado a un pariente que lo inscribió en un internado en Millau, en el que pasaría cuatro años. Aquella experiencia, amarga, dura, sería la simiente de Cero en conducta.
Sátira del férreo modelo pedagógico francés de aquellos años, la película está hilvanada con enorme desenfado. En ella, a la vez que ajusta cuentas con el pasado, Vigo reivindica el aliento anárquico y libertario de su padre .
Si bien son evidentes las imperfecciones técnicas de la película (hay que señalar que se trata de su tercera película y la primera de ficción), llama la atención, en una cinta tan temprana, la calidad, y variedad de los encuadres, así como ciertos movimientos de cámara. Planos picados, contrapicados, cenitales, travellings, son utilizados ágilmente con un acusado sentido narrativo que se traduce en un ritmo casi trepidante.
Admirador de Luis Buñuel, Jean Vigo incorpora, con mucha fortuna, algunos guiños surrealistas que ofrecen a la cinta un refrescante toque onírico y subrayan su carácter transgresor.
Años más tarde, Francois Truffaut, uno de los más destacados representantes de la Nueva Ola, reconocería la impronta que Cero en conducta representó en la concepción de Los cuatrocientos golpes (1959), la primera y, quizá, la más grande de sus obras.