Por Gabriel Lara Villegas (@chanwilin)
Las brujas parte de una duda legítima: ¿es posible narrar una historia para niños que horrorice a un adulto? La respuesta es quizá una indecisión, pero una que abona en riqueza y no en contradicción. Las brujas es dos circos a la vez: uno de fenómenos y de espejos y otro de payasos y roedores acróbatas. Ambas partes son totalmente distintas en tono, pero embonan como embonan dos piezas de Lego.
La trama: Luke (Fisher), un chavito de 10 o 12 años pasa la tarde con su abuela Helga (Zetterling), quien le cuenta historias de brujas que odian a los niños, crispan su nariz cuando están cerca, los encierran en pinturas kitsch para siempre. Esa misma noche, los padres de Luke mueren en un accidente y Helga sufre un ataque diabético. Los doctores le recomiendan reposo y aire fresco, por lo que Helga y su nieto se retiran a un hotel en Cornwall, donde también se hospedan un centenar de brujas. Ellas están ahí pues la Bruja Mayor (Huston) presentará una pócima de diseño que convierte a los niños en ratones. Luke se cuela a la convención, pero es descubierto y transformado en roedor. Alto.
Este primer tajo de la película es tramposo, inquietante, probablemente misógino y tiene la textura pesadillesca que tuvo, dieciséis años después, El imperio, de David Lynch –o, más chambonamente, El cisne negro, veinte años después.
Tramposo, porque la narración se encarga de hacernos creer que las brujas sí existen. Para ello Roeg elige un método poco científico: expone la tesis a través de la narración de la abuela Helga (Zetterling) –que nos envuelve con voz familiar e intrigante, con poco tacto y amenidad– y, sin pasar por una antítesis, la trama salta directamente a la demostración: aparece una bruja, los padres de Luke mueren, Helga sufre una crisis y un centenar de brujas más aparecen en el salón de convenciones de un hotel inglés.
Es inquietante y muy probablemente súper misógina: la historia de la niña encerrada en una pinturilla bucólica por una bruja y que también en ese cuadro envejece hasta desaparecer tiene que ser uno de los relatos más jodidos del mundo. (Hay algo de E.T.A. Hoffmann en él pero, ¿qué es?). Las brujas que se hospedan en el hotel son repulsivas, pero –no sin cierto humor– lo son más antes de quitarse las máscaras. Ésas son las brujas que a veces nos topamos en la calle: solteronas que no han tomado el sol en años, ancianas que compensan con collares de perlas el olvido, trozos de carne sin familia que gruñen, bultos repletos de arrugas que están a poco de arrastrarse: los largos decrépitos dedos de su drama acariciando nuestros miedos.
Y es también pesadillesca gracias a un básico instrumento óptico: el gran angular. No contento con las risas atoradas por el gargajo, Roeg filma a sus brujas con el lente que más les acomoda. El gran angular es menos un aliado del gesto actoral que su apologista, exagerador o tergiversador: hay que tener cuidado. Roeg lo tiene, pero lo usa por doquier –tanto o más como el Lumet de La colina (1965). La larga secuencia del congreso de las brujas en el hotel es más documental que cualquier película así etiquetada. Las brujas –sus repulsivos gestos– ocupan toda la pantalla y se vuelven indelebles: son una comezón.
La segunda mitad sirve para nivelar la ansiedad: Luke busca la forma de comunicarse con su abuela y con los padres de su amigo Bruno, también convertido en roedor, para informarles lo sucedido. La penúltima misión de la película es convertir a todas las brujas en ratones y la última regresar a la normalidad. En esta última parte la música se relaja, el sentido del humor ya no es tan amargo, los gags giran en torno a la gordura rodente de Bruno Jenkins –que nunca deja de comer– y hay una historia de aventuras y acrobacias de roedores que buscan salvarse. La primera mitad requiere tolerancia; la segunda, entusiasmo, y tiene la jiribilla necesaria para que los niños no enloquezcan.
Los efectos especiales de Las brujas –como los de Enemigo mío, comoLobos: criaturas del infierno– han envejecido, pero en el cine la vejez no necesariamente condena. La expresividad de la cámara y el fundamento al que se ciñe gustan de sobrevivir a cualquier otro recurso, aunque el fundamento en Las brujas es el miedo, la realidad más rota. Y, sin embargo, sigue siendo para niños.