Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Como señaló la crítica casi de manera sistemática tras su estreno en París, Londres y Estados Unidos en 2003, Las trillizas de Belleville es una película extraordinaria. Sylvain Chomet, su realizador, se desmarca de lo hecho por estudios hegemónicos como Pixar o Dreamworks y, con un estilo retro que raya en lo grotesco, construye un mundo que extraña y cautiva a la vez.
En un inicio la película está invadida de nostalgia. La primera secuencia, unflashback a los años treinta, está hecha en blanco y negro, con trazos de dibujo un tanto más primitivos que en el resto. La música recalca este efecto anticuado con un jazz suave y ritmos saltarines. Para poner aún más en claro la falsa antigüedad, el equipo rayó y maltrató la cinta al grado que al momento de la proyección los cácaros, asustados, retiraban los rollos para revisarlos. El efecto es encantador: durante los primeros minutos vemos y escuchamos una obra como de principios del siglo pasado.
Más que inspirar nostalgia, lo que busca Chomet es honrar al pasado, a sus raíces. Él estudió diseño en la École supérieure des arts appliqués Duperré. Su primera publicación, que realizó con la colaboración de su mancuerna creativa, Nicolas de Crécy, fue el libro de cómics Le secret des libellulesbasado en la novela Bug Jargal de Victor Hugo. En 1989, después de ver el cortometraje ganador del Óscar, sobre animales del zoológico, Creature Comfort, decidió convertirse en animador. En 1998, nueve años después, estrenó con gran éxito el cortometraje La vieja dama y las palomas, el cual recibió diversas nominaciones y premios.
Con formación de dibujante, puede entreverse su mano en todos sus trabajos. Al igual que en La vieja dama y las palomas, en Las trillizas de Belleville las líneas oscuras que delimitan con certeza las formas aparentan estar sobrepuestas sobre rayas más tenues e inseguras hechas a lápiz, como si gritaran “¡venimos del papel!”. Pero todo menos gritar es lo que hacen sus personajes que, casi mudos, recurren a una especie de pantomima para expresarse. Cada figura, cada gesto transmite un mensaje. Esta técnica la repetiría también después en Paris, te amo (2006) con un cortometraje en el que dos mimos cuentan su historia de amor. No extraña entonces que en el departamento de las trillizas se encuentre en la pared un tributo al comediante francés Jacques Tati: el afiche de su película Les vacances de Monsieur Hulot (1953).
Pero además de apoyarse en gestos y geometría, Chomet recurre a los sonidos y a la música. Cada objeto cobra vida a través de su equivalente sonoro. Un potaje que Champion, el nieto, mastica es una esponja empapada que los ingenieros de sonido exprimen, por ejemplo. La música, por su parte, tiene un efecto de encantamiento. Las trillizas son intérpretes que dotan a objetos cotidianos de usos inusuales. En su trío los instrumentos son un periódico, una aspiradora y un refrigerador, objetos que usó Benoit Charet para componer el soundtrack.
Los dibujos que honran al cómic, los objetos con usos creativos, la ausencia de diálogos, la música retro, son algunos de los elementos de los que Chomet se vale para darle la vuelta a las animaciones tradicionales. Otro son sus personajes. Ninguno es bonito o tierno. El protagonista es un ciclista de expresión siempre sobria y cansada, de proporciones anormales, con piernas que por el ejercicio se han sobredesarrollado hasta producirle montañas donde la gente ordinariamente ostenta pantorrillas, y el perro, que sueña obsesivamente con comida y un tren, sostiene su cuerpo obeso en cuatro delgadísimas patas. La heroína es la diminuta anciana Madame Souza que cojea por una secuela de polimielitis en una pierna.
Las trillizas de Belleville no aspira a la belleza tradicional, tampoco a la perfección. Su trama no tiene nada que ver con hechizos o castillos, en cambio, el Tour de France es la principal aspiración de Champion. La abuela lo entrena obsesivamente para este evento. El día de la carrera, en un momento de debilidad, a la mitad del trayecto, sucumbe a la tentación de subirse a un camión que, sin saberlo, es conducido por la mafia.
Esta película no repara en mostrar nuestros defectos, pero también exalta los valores que cultivamos de manera discreta y constante. Uno de sus momentos más cautivantes es cuando Madame Souza, sin pensarlo siquiera, se lanza al océano en una balsa enclenque persiguiendo al buque en el que la mafia ha aprisionado a su nieto. Casi microscópica en contraste con el navío monumental, nada le impone, nada la atemoriza, nada la detiene. Los avatares a los que se enfrenta esta mujer sólo la crecen en espíritu. Tradición, amor y héroes anónimos, de eso está hecha la magia de esta película.