Por Alfonso Zárate
François Truffaut era un joven de apenas 27 años cuando filmó su primera película, Los cuatrocientos golpes. Trabajo que, al momento de presentarse en el Festival de Cannes de 1959, se convirtió de inmediato en un clásico. Como pocos, sirvió de parteaguas, marcó un antes y un después en la historia del cine.
Truffaut utilizaba como materia prima la vida misma. Su manera de narrar, en la que eventos sencillos eran filmados directamente, poniendo especial atención en los pequeños detalles de la vida, sorprendió y conmovió a muchos.
La aparición de Los cuatrocientos golpes fue el primer paso en la carrera de Truffaut, quien con el tiempo se convertiría en uno de los grandes directores del cine europeo. En ese momento se vivía el arranque de un movimiento que arrasaría con el pasado y renovaría al cine mismo tanto en Francia como, eventualmente, en el resto del mundo: la Nueva Ola Francesa.
La Nueva Ola era un cine hecho por jóvenes, que trataba, al menos en un principio, sobre su mundo. François Truffaut junto con Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, Eric Rohmer, Jacques Rivette, formaron una verdadera pandilla de cineastas cómplices que abandonaron su rol de críticos de cine en la legendaria revista Cahiers du cinéma y tomaron por asalto la industria cinematográfica en Francia. Y al hacerlo cambiaron al cine para siempre.
Esas primeras películas comparten principalmente un nuevo punto de vista frente al mundo. Hay en ellas un cierto desenfado, una manera juguetona de usar el lenguaje del cine. Son películas que cuentan además con espontaneidad, e irreverencia, en particular hacia las instituciones tradicionales: la familia, la escuela, la policía, todo aquello que implique autoridad.
Muestra de esa irreverencia, es que tanto Los cuatrocientos golpes como Sin aliento (1960) de Jean-Luc Godard (ese otro sorprendente debut de la Nueva Ola) cuentan con encantadores maleantes como protagonistas. En el caso de Sin aliento, un seductor criminal de poca monta interpretado por Jean Paul Belmondo; en Los cuatrocientos golpes se trata de Antoine Doinel, un pequeño malandrín de trece años, en realidad más incomprendido que peligroso.
A sus veintiséis años François Truffaut tenía aún fresca en la memoria sus experiencias de adolescente. En su película recrea de manera muy vívida escenas cotidianas, que por su inmediatez suscitan sin artificios nuestras emociones. Al verlas es casi imposible no reconocerse. ¿Quién no se ha ido de pinta de la escuela? ¿Quién no se ha sentido incomprendido por sus padres? ¿Quién no ha sufrido un castigo injusto a manos de un profesor demasiado estricto?
Son cosas que hoy hemos visto en el cine un sin fin de veces, pero el retrato que hace Truffaut no cae en sentimentalismos ni lugares comunes. Ni los padres, ni los profesores son opresores tiránicos, ni tampoco Antoine es uno de esos niños tristes que siente lástima por sí mismo. Al contrario, a pesar de todo lo que le pasa, pareciera contar con cierta fortaleza, hay algo desafiante en su mirada.
Antoine Doinel es hijo único y vive con sus padres en un apartamento de clase trabajadora en París. La película narra cómo sus pequeñas travesuras, al enfrentarse con un ambiente de incomprensión, se agravan. Tanto padres como profesores, lejos de comprenderlo, reaccionan cada vez con mayor enojo. Lo amenazan en repetidas ocasiones con mandarlo a una escuela militar. Ante la falta de comunicación, se aísla cada vez más.
Antoine progresivamente se convierte en el chico problema, un auténtico rebelde sin causa. Así lo ven sus padres y profesores. Ya no saben qué hacer con él. Inadvertidamente, se mete en líos en la escuela. Además, para su desgracia, Antoine tiene pésima suerte. Todo le sale mal. Aunque son los demás compañeros del salón quienes se están pasando la foto de la mujer semidesnuda, es a él a quien pesca y castiga el profesor. De la misma forma, el vigilante lo atrapa infraganti no cuando se roba la máquina de escribir, sino cuando, frustrado por no poder venderla, intenta regresarla.
Antoine es además un alma sensible. Leer a Balzac lo conmueve a tal grado que decide hacerle un altar, con todo y veladora, cual si fuera un santo. Cuando el altar se enciende, una vez más la molestia de sus padres se centra en él.
Así le va a Antoine. Inclusive cuando intenta hacer las cosas bien, la fortuna le es adversa. En cambio a René, su amigo, eterno cómplice y origen de muchas de esas ideas que terminan en desastre, nada le pasa.
Pero ni modo, Antoine ya ha sido etiquetado. Y de alguna manera es eso precisamente. Un pequeño maleante, no sólo por su corta edad, sino porque sus maldades son pequeñas. Pero eso sí, es un chico respondón, insurrecto, inquieto. Antoine lo que tiene es hambre de vida, quiere explorar, descubrir de qué es capaz, medir sus fuerzas. Habla con cierto romanticismo de huir de su casa para ganarse la vida por él mismo.
En la última escena, la imagen de pronto se detiene, el rostro de Antoine queda congelado y aparece la palabra “Fin”. Es un momento que nos toma desprevenidos. Para entonces Antoine, mucho más que una construcción del cine, es ya un personaje entrañable. Queda claro en ese instante que aunque la película termina, su vida continúa. No sabemos lo que le depara el futuro. Quedamos suspendidos con esa interrogante. Pero así es la vida, rara vez nos ofrece conclusiones definitivas. Aunque no lo sabemos de cierto, suponemos que a este muchacho le espera una vida interesante.
De hecho es el propio Truffaut quien retomará en cuatro películas más la vida de Antoine Doinel. Jean-Pierre Léaud se convertiría así en su actor fetiche y alter ego. En sucesivas películas lo veremos en distintos momentos de su vida: enamorándose por primera vez en el cortometraje Antoine y Colette (un episodio de la película El Amor a los Veinte Años (1962); como un joven enamoradizo recién salido del ejército en Besos Robados (1968); recién casado en Domicilio Conyugal (1970); para luego verlo divorciado y retomando sus amoríos en la última película de la serie Amor en Fuga(1979).