Por Sofía Ochoa (@SofOchoa)
Steve McQueen es un hombre de movimientos tectónicos. Sobre todo los que causa, pero los provoca porque los ha vivido. Sus padres de Granada (la pequeña isla caribeña, colonia de Reino Unido hasta 1974) vivían en Ealing, en el Oeste de Londres, un cuasi suburbio dentro de la gran ciudad; él, disléxico, asistía a una escuela multicultural que intentó marcarle –bajo esquemas discriminatorios (la propia escuela lo admitiría décadas más tarde)– la pauta de un destino miserable, recluyéndolo en un salón de clases dedicado a trabajos manuales. Lo salvó su excepcional habilidad para el dibujo. Y este talento, a pesar de la insistencia de su padre de buscar un oficio más práctico, lo condujo por las vías del arte hasta que se coronó como uno de los artistas plásticos más importantes de los años recientes (ganó el Turner Prize en 1999) y, más adelante, tras saltar magistralmente al mundo cinematográfico, en un director que rápido se coló a la élite de los directores de vanguardia.
Hoy día, ser artista parece gozar de un reconocimiento entorpecedor para algunos que dicen merecer el mote, para quienes sus trabajos obedecen más a ofertas y demandas del mercado, a modas rebuscadas acompañadas de explicaciones aún más rebuscadas, que al verdadero talento para mostrar una cara del mundo contemplada bajo la potencia de una visión acuciosa y original, que sea capaz de transformarlo durante el proceso. Steve McQueen ha demostrado ser un verdadero artista. El poder de su mirada es innovador y trascendente; al menos en el ámbito fílmico, siempre provocador. Cada trazo de su trabajo está respaldado por una sensible honestidad. Y quizá por eso sea aún más polémico el salto que ha dado el director, del festival de Cannes (un festival de autores), donde su ópera prima Hunger (2008) recibió la Cámara de Oro, a los premios Oscar (reconocimientos de industria), donde 12 Years a Slave ha sido nominada, este 2014, en nueve categorías, entre ellas, la del Mejor Director y Mejor Película.
Como todas las películas que reciben una nominación al Oscar en su categoría principal, 12 Years a Slave es correcta en muchos sentidos, pero no por eso deja de ser subversiva. Incluso la manera en la que la autobiografía de Solomon Northup llegó a manos de McQueen está dotada de tintes de predestinación. Mientras él escribía un guión sobre un negro libre de Nueva York que es secuestrado y vendido como esclavo en el sur de Estados Unidos, la esposa del director leyó la historia de Northup, que cuenta con la misma premisa, ubicada a partir de 1841, pero con descripciones escabrosas que impactaron y trajeron deshonra al propio McQueen, con todo y la práctica mental y artística en maltratos y violencia física que el director había ejercido en obras previas. El filme desentierra el “capítulo” de la esclavitud negra en Estados Unidos y lo convierte en una novela clásica, reviviéndola con una fuerza y franqueza que nunca había tenido este tema anteriormente en el cine, mostrando con crudeza y sin ambages imágenes que quisiéramos creer imposibles, sobre todo en épocas tan cercanas a nuestros tiempos de “libertad e igualdad”, en un país que se impone como el guardián de la libertad en el mundo, y que presume de haber combatido a esta enferma e infame manera de ejercer el poder y la subyugación, que ha encontrado, a través del tiempo, las fronteras y los distintos modelos económicos y de justicia, la manera de mutar para seguir respirando.
Northup lleva una vida digna de hombre libre en Nueva York. Es violinista. Viste bien. Se pasea por las calles con tranquilidad. Va de compras con su familia. Tiene una linda casa donde vive con su esposa y dos hijos. Dos hombres blancos le proponen tocar en un circo que va de gira a Washington. Cuando lo invitan, le dicen que una de las excentricidades que exhiben son negros que nunca han visto la civilización. Solomon no se inmuta cuando escucha hablar a sus nuevos jefes de esta manera peyorativa sobre hombres que comparten su color de piel. Para él no existen líneas entre negros y blancos; él es libre y el resto no parece importarle demasiado, como a la mayoría de la gente. Parece no cuestionarse la evidente carga de su color de piel. Pero eso está por cambiar. Cuando después de una borrachera amanece encadenado y tras una descarnada paliza (sí, a palos) comienza a digerir su nueva y vomitiva condición de esclavo, la próxima vez que vuelve a posar los ojos sobre alguien de color, él ha dejado de ignorar el sufrimiento avalado por su marca cutánea, pues ha comenzado a conocerlo a fondo.
En su viaje hacia el sur de Estados Unidos, es acompañado por otros negros que también serán vendidos como esclavos, algunos de ellos, hombres libres como él. Va también una mujer con sus dos hijos (niño y niña) que había sido una sirvienta privilegiada por haberse convertido en la amante de su patrón con quien concibió a una de sus dos pequeños. Después de que él cayó enfermo, la hija blanca y enfadada de él, la vendió a ella con su prole. Parecería que sobra decir que el trato que les dan a todos durante el viaje es inhumano. Pero hay que ver la película para entender a qué grado lo es. La degradación a la que son sometidos no tiene límites y va por varios frentes, a través de un régimen instituido y aceptado de sistemática tortura y vejación. Cuando los ponen a bañarse al aire libre a todos, con un par de cubetas de agua y unos trapos, hombres, mujeres y niños juntos, totalmente desnudos, pudores totalmente aplastados, la asociación con los campos de concentración nazis es inherente. Después de un largo viaje en distintos medios de transporte, la llegada al puerto es tenebrosa. Vemos los rostros de quienes viven ahí y ya han pasado por la esclavitud, quizá nacieron en ella: descuartizados, ciegos, hombres deformados por las cicatrices que se amontonan sobre sus rostros. Parecieran todos sobrevivientes de una guerra. Pero lo que han experimentado es mucho peor. No han tenido segundos de tregua. No han vivido en complicidad con los suyos sabiendo que lo que soportan es injusto o luchando por una causa en común. El merecer un trato peor al de una animal era una regla que en ese cosmos se aceptaba como verdad, para algunos, incluso divina; era una falsa verdad que las propias víctimas asumían. Pocos minutos tras la bajada del puerto, entramos a una casa repleta de negros que serán vendidos, algunos desnudos, mostrando sus cuerpos como vil mercancía, y mujeres y hombres blancos escogiendo, regateando y comprándolos. Un trato comparado con el que se da a los animales es el símil más cercano que tenemos para ilustrar estos momentos. Pero, nuevamente, se queda cortísimo. La familia de tres que conocimos durante el viaje es totalmente separada sin misericordia, a pesar de los limitados esfuerzos del primer dueño de Solomon (Benedict Cumberbatch) por mantener al menos a la madre y al hijo unidos. El niño crecerá fuerte y servirá para el campo, y la niña, una mulata condenada por su belleza, es invaluable para su dueño.
A pesar de los pocos diálogos (una marca de McQueen), sus personajes lanzan dardos verbales. Como cuando Solomon dice que solo hace unos días estaba con su familia mientras, ahora, ha comenzado una condena como esclavo. O cuando clama (como puede verse en el trailer oficial) que no quiere sobrevivir, sino vivir, al tiempo que comienza a asumir un infierno en vida de doce años. Rápidamente conocemos el sistema: dentro de las haciendas donde vivían los esclavos en pequeñas chozas, había una autoridad máxima, el hacendado, algunos capataces encargados de mandar directamente a los esclavos, uno que otro trabajador blanco eventual y, en el estrato más bajo, los esclavos sobre quienes sus dueños, los hacendados, tenían derecho absoluto. Quienes olfateaban fisuras en la moral del sistema, rápidamente se reprimían para mantener el curso de la sociedad, convirtiéndose en hipócritas o, al menos, en seres infelices. La suerte de los esclavos dependía en gran medida del temperamento de sus amos (así los llamaban). McQueen muestra a algunos amos compasivos –hasta donde se les permitía–, generosos –siempre y cuando les conviniera serlo– y a otros absolutamente desquiciados y tiránicos. Como Edwin Epps, el personaje interpretado por Michael Fassbender que comparte con el protagonista de Shame (también a cargo de Fassbender) su hastío (auto)destructivo, su capacidad de hundimiento profundo aunque en este caso no tenía límites. Edwin está fastidiado del calor, de su esposa, de su poder, de sus responsabilidades que conduce casi de forma automatizada, contando las ganancias que día a día sus esclavos recolectan en el campo algodonero, golpeando a quienes considera necesario golpear basándose en reglas inestables y caprichosas de cuotas diarias. Violando al objeto de su fijación, Patsy (Lupita Nyong’o) una mujer que todavía no acaba de ser niña. Y castigándola cuando su frígida y macbethiana esposa se lo exige, golpeándola a punto de muerte. Para luego revivirla y volverla a someter.
A nivel personal, 12 Years a Slave es un drama basado en una injusticia, que muestra a un hombre inocente encarcelado y refundido por un sistema podrido. A nivel histórico, es la denuncia de un pasado cuya gravedad ha sido mitigada por un discurso de falsa fraternidad de los dominantes y el peso del tiempo, que tiene la facilidad de convertir la consciencia perversa en ciega asunción. Aunque sin la audacia visual que despliega en Hunger, la habilidad de McQueen para infligir dolor a través de las imágenes es afanosa. Y aunque es un filme narrativo, mucho más de fórmula que sus dos anteriores, mucho más contenido en la capacidad de experimentación de su director, permanece su espíritu artístico en algunas tomas fijas que muestran a los agredidos en fila, de frente, expuestos y vulnerables a lo que sea que venga, totalmente desposeídos de sí mismos; o en la muestra cercana y detallada de las cañas de azúcar que Solomon corta, en contraste con la fragilidad y tenacidad de las cuerdas de su violín, donde podía verter su espíritu. La actuación de Chiwetel Ejiofor es lo suficientemente ruda para transmitir y lo suficientemente ambigua para posicionar –sin hacer introspección– el dilema moral al que la esclavitud lo expone: ¿es el miedo (justificado por el deseo de ver a su familia) lo que lo vuelve egoísta y lo ayuda a suprimir su personalidad y formar parte de un sistema que obliga incluso a los esclavos a ser cómplices activos de la violencia que entre ellos se procuran, o se trata de prudencia y valentía disfrazadas de cobardía, que aguardan con dolor lo suficiente para emprender una lucha que sí pueda tener efectos a largo plazo, desde su probable posición de libertad. Tratar de darle respuesta a esta pregunta es ya involucrarnos. E involucrarnos, en este caso, es ensuciarnos.
12 Years a Slave es la película más correcta de McQueen en su convencionalidad y en el sentido de que solo él podía haberla hecho con tal contundencia. Y quizá sea también su más importante en términos de la posibilidad de sus repercusiones. Cuando Solomon por fin es rescatado de la esclavitud, debe dejar atrás –porque no tiene alternativa– a todos los otros esclavos (que en realidad, bajo el esquema de verdades universales, también son hombres libres). Entre ellos está la reina de las desdichadas, Patsy. Sabemos desde que entramos a la sala cómo terminará la película. Después de todo Solomon logró escribir su libro. Lo que no pensamos hasta que estamos ahí es en los cientos y miles de historias que nacieron y murieron en la desdicha, sin palpar las mieles de la esperanza, que también debería de ser un derecho universal. Cuando Salomon deja el campo como hombre libre no es tanto la libertad de él, como el peso, ahora más insufrible por el contraste de su propio destino, lo que Patsy contempla en el camino. Patsy y todas las historias de dolor e infamia que vemos son flechas que McQueen lanza a nuestras almas, son flechas que aún no están listas para salir y darle paz a quienes yacen bajo la tumba de la esclavitud; son flechas que deberían quedarse erguidas hasta que se haga verdadera justicia.