Después de ganar el Oscar por Slumdog Millionare (2008) el director Danny Boyle, en lugar de regodearse en la abundancia que puede conllevar el éxito, se entregó a la incertidumbre de los riesgos con una película sencilla y de bajo presupuesto basada en la historia real de un hombre común, Aron Ralston, con una extravagante adicción a la adrenalina y a los deportes extremos.
Tras un trepidante tour por el Cañón Blue John en Utah, con un ultra largo y veloz viaje en bicicleta, un hormonal chapuzón en un verde cenote con dos desconocidas y una que otra escalada por las agresivas y doradas formaciones del desierto, al desmoronarse una roca, la mano de Aron (Franco), atorada entre esta piedra y una sólida pared, lo deja atrapado en una zanja en medio de la nada. Pasa ahí dentro 127 horas: 5 días. Sobrevive con un termo de agua, algunas barras energéticas, una navaja apenas con filo que venía añadida a un regalo de su madre, una linterna, cuerdas, poleas, una cámara de video en la que documentó su tragedia y muchas ganas de vivir.
127 horas anecdóticamente descansa en un actor y una locación. Es el tipo de película cuya trama podría resumirse en un renglón, pero que debido a los artilugios cinematográficos de Boyle y la consistente actuación de James Franco, no se desarrolla con lentitud poética en un solo instante, sino que mantiene al espectador al filo de su asiento. A diferencia deSepultado (2010), por ejemplo, Boyle se empeña en magnificar las emociones –que se agrandan tanto como las necesidades de su protagonista– y no las dificultades técnicas a las que se enfrenta.
Aunque Aron no puede moverse, su mente y su imaginación, empujada por la ansiedad y la desesperación, sí. Si tiene sed no sólo se le seca la boca; cada trago que da se ve como un torbellino en el que la vida y la muerte podrían estarse debatiendo. El recuerdo del agua viene como la imagen de un comercial en la que una gota es tan sensual como las chicas casi perfectas que chapotean mientras ríen. La necesidad y la desesperación de Aron son acentuadas por la edición del filme, que compite con la música en ritmo y celeridad.
El evento central de la película, del que seguramente ya han oído hablar (sólo hay que ver una foto del héroe para saber cuál es), es insinuado una y otra vez, sin piedad, hasta que, sin piedad, lo vemos en la pantalla de manera tan enfática que muchos han salido de la sala en camilla.
Esta imagen transmite más de mil emociones. No importa cuánta moraleja pueda tomarse del argumento –no cabe duda de que el paso de Aron por esa zanja habrá cambiado su vida, que la naturaleza es implacable y que sólo puede hacérsele frente con estoicismo heroico, que estar cerca de las personas que nos aman es mejor que no contestarles el teléfono o que hay momentos en los que todo cobra sentido–, la enseñanza, el mensaje, pasa casi desapercibida porque la intensidad de la representación es tan arrobadora que resulta imposible oponerse al enajenamiento que produce contemplar el dolor de los otros.