Aquí puedes ver nuestra Entrevista con Gabriel Ripstein
Cuando se dice que el fenómeno del narcotráfico es un problema bilateral, en el caso de México y Estados Unidos, se hace referencia a que si bien el primero es quien exporta la droga, el mayor porcentaje de sus consumidores se encuentra al norte del Río Bravo. Peor aún, la grotesca facilidad con que se pueden comprar armas en EE.UU. (como si de jeans se tratara) permite que las bandas del narco vayan, compren y posteriormente crucen la frontera cargados de arsenales de todo tipo con las que matan a otros mexicanos; muchos son rivales en su oficio criminal, muchos más, asimismo, personas inocentes. México, pues, también pone los muertos.
Hace unos días, tras una de esas trágicas pero habituales matanzas que ocurren en nuestro vecino del piso de arriba, su presidente, Barack Obama, declaró molesto, harto ante la sinrazón de los asesinatos en los que un civil (a veces joven, otras adulto) dispara indiscriminadamente hacia sus compañeros de escuela, o comensales de McDonald’s, o feligreses de iglesia, o lo que sea: “Enough is enough”. Un ‘ya basta’ que permite suponer que una vez más -aunque en ésta, invirtiendo todo el capital político que le queda-, Obama se afanará a intentar establecer una regulación mucho más severa de la compra y venta de armas en su país, una de las actividades comerciales más dañinas para su sociedad pero, evidentemente, también uno de los resortes de su economía, además de ser el orgullo de nacionalistas, defensores de la Ley del Talión, machos con complejos fálicos y discapacitados mentales -producto de sus múltiples guerras- que han sido incapaces de adaptarse a una vida de paz. Es una exigencia que de años atrás han hecho los diversos gobiernos mexicanos a sus contrapartes estadounidenses: se quejan del vasto flujo de droga que viaja de aquí para allá; pero poco hacen para vigilar a quién es que le venden armas y cómo es que cruzan de allá para acá.
Gabriel Ripstein, hijo del célebre realizador mexicano, Arturo Ripstein, a diferencia de su padre que debutó dirigiendo películas muy joven (a los 21 años, con el filme Tiempo de morir, en 1965), ha iniciado su carrera como realizador a los 42 años y lo ha hecho acometiendo un tema espinoso por donde se le vea. Lo hizo, además, dirigiendo al gran actor británico Tim Roth y con el belga Alain Marcoen (colaborador permanente de los hermanos Dardenne) como cinefotógrafo, factores que a un tiempo fungían como protección y se establecían como desafíos adicionales. Con el cine en los huesos (antes que su padre, su abuelo, Alfredo Ripstein, fue un destacado productor), pero sin experiencia personal previa en la realización (no había dirigido ni cortos, ni nada), se arrojó a crear una áspera historia, también árida, con implicaciones políticas y sociales, pero con un decidido interés por el carácter humano y personal de los personajes involucrados.
Arnulfo (Kristyan Ferrer) es un joven mexicano que, junto con un chico norteamericano, visita tiendas de armas en ciudades fronterizas de los Estados Unidos, adquiriendo una pistola por aquí, un rifle por acá, un cañón más allá. Arnulfo maneja la camioneta y es su compañero quien, por cuestión de nacionalidad, puede encargarse de la compra. Los jugueteos entre ellos (amagos de pelearse físicamente a la menor provocación, forma en que compiten en insultos y hombría) evidencian su corta edad; el nerviosismo con que acometen cada encomienda (pese a la facilidad con que puede hacerse –casi como de actividad comercial en un súper, pero presentando una identificación oficial con la que los vendedores revisan que el cliente no tenga antecedentes penales-), delata su nula experiencia en la adquisición de armas. Arnulfo constantemente cruza el borde hacia México, en donde entrega la mercancía y solicita, a sus empleadores, una ‘troca’ más grande para poder mover más y con mayor facilidad su cargamento. Su petición es cumplida, pero el incremento de actividad alerta a los servicios de inteligencia norteamericanos, y el detective Hank Harris (Tim Roth) es asignado para seguir a estos dos jóvenes de cerca, a través de las distintas ciudades en las que se desplazan. Durante una de las misiones, mientras el muchacho norteamericano hace su parte del trabajo, Hank intenta amagar a Arnulfo; cuando parece tener controlada la situación, el joven gringo lo ataca por la retaguardia, golpeándolo hasta dejarlo inconsciente; después huye. Arnulfo, espantado, toma la polémica decisión de secuestrarlo, depositarlo en un escondite diseñado para ocultar las armas, dentro de la troca, y viajar 600 millas, frontera de por medio, para entregárselo –como trofeo- a un tío, jefe de la célula delictiva para la que trabaja.
Una vez en territorio mexicano, Arnulfo libera a Hank del asfixiante espacio en el que viajaba y permite que se acomode en el asiento trasero; por supuesto, debidamente esposado. Hank le pide agua y alimento y Arnulfo accede a dárselos. De inmediato contrasta el talante tranquilo y apacible de Hank, con el desasosiego rayando en el histerismo de Arnulfo. Pronto, un episodio en el que un grupo del narco los detiene en un retén carretero -retorciendo los nervios de Arnulfo hasta provocarle llanto y permitiendo aflorar tanto la serenidad de Hank (evidentemente experto en solventar situaciones de ese tipo), como sus contactos y conocimiento de los territorios y dinámicas criminales en esa zona de México-, permite que al salir bien librados de él se terse la presión entre ambos, se abran mutuamente, permitan conocerse y, de forma gradual, se vayan tomando confianza; incluso tengan gestos de compasión recíproca. La docilidad en el actuar de Hank, basada en el entendimiento de la posición de Arnulfo (último, débil, vulnerable eslabón de una larga cadena), suaviza el comportamiento de éste y permite que se vaya gestando un tipo de relación, si bien no de amistad, sí de camaradería. Los puntos de intimidad para lograr una genuina conexión humana entre dos personas se están cumpliendo y el vínculo se va consolidando, aparentemente. Hasta que Arnulfo cumple con las 600 millas recorridas y, para variar, paralizado por los nervios, lloriqueando, entrega a Harris con su temible tío quien, enfurecido por la incompetencia e imbecilidad del sobrino (poniendo en riesgo la operación de toda una organización), decide matar dos pájaros de un tiro, casi literalmente. Serán, entonces, probadas virtudes esenciales del hombre como el valor, la paciencia, la templanza y, por encima de todo, la lealtad, emblema cardinal (en acto y en negación) sobre el que se construye el pacto básico que permite los acuerdos en el mundo criminal; y, en realidad, en cualquier actividad humana.
Gabriel Ripstein es cuidados en ir sembrando información por medio de detalles de las personalidades de sus protagonistas, que van teniendo repercusión progresiva en el desdoblamiento de los hechos que moldean la trama. Debido a que eligió no colmar de secuencias de acción un filme cuya temática podría prometerlas (solo en un par de ocasiones lo hace), y tampoco siendo abundantes los diálogos, la fabricación de la médula de la historia descansa en la observación de gestos, rasgos y pormenores que al espectador participativo le permiten ir deduciendo el perfil psicológico de los personajes principales. Evidentemente los recursos actorales de Tim Roth contribuyen a que el cometido se logre, e igualmente a que el desarrollo de las secuencias fluya de forma adecuada y puntual; pero también la interpretación de Kristyan Ferrer es de destacarse, pues mantiene el nivel que la tensión de la historia requiere en todo momento, siempre interactuando en réplica precisa a la altura de la exigencia impuesta por Roth.
Beneficiándose de la participación de Alain Marcoen en la fotografía, era normal esperar las habituales secuencias con cámara en mano, metida encima del actor a seguir, respirándole en la espalda para acentuar el realismo –casi documental- de la escena, como ha convertido en marca registrada con su trabajo para los fabulosos hermanos Dardenne. La secuencia de presentación del personaje de Tim Roth, además, parece un homenaje al gran Alan Clarke, el cineasta británico con el que Tim debutó en la feroz Made in Britain (1982), película que fue fundamental en la consolidación de un estilo que bien podría considerarse hiperrealista, de confrontación visceral con una realidad obtusa y hostil. Esto en el primer acto del filme. Posteriormente, montados Arnulfo y Hank en la troca, 600 millas hace valer su título en el segundo acto, convirtiéndose en un road movie que integra buena parte de los códigos del género (empezando por el viaje, el conocimiento del otro y de sí mismo de cada personaje, la transformación del vínculo que inicia en resquemor y se vuelve apego, las personalidades opuestas, los vuelcos inesperados, la llegada al final del periplo sin que el conflicto central se haya resuelto, etc.), permitiendo que el confinamiento espacio-temporal de forma prolongada obligue a los involucrados a compenetrarse de algún modo u otro; por cierto, en Made in Britain también hay secuencias al interior de autos, si bien el filme es más como una road movie, pero a pie. El tercer acto se ajusta a las convenciones de un thriller que provoca ansiedad, incertidumbre y vértigo en el espectador, donde importa tanto lo que sucede dentro del cuadro como cuanto acontece fuera de él y nos es informado a través del sonido. La muerte se presiente, y también se siente. La transición entre género y género la maneja Ripstein con soltura y buen juicio.
Para entonces, conocemos bien a los personajes (quizá los pudimos haber conocido un poco mejor) y nos importan. Los dos. Son seres humanos, cada uno con su propia historia, sus propias soledades, sus heridas familiares, sus obligaciones a cumplir (aunque sea en bandos opuestos), que se manifiestan sensibles hacia el otro, los dos poseedores de atributos con los que fácilmente podemos identificarnos; ni muy buenos, ni muy malos. Y es entonces, por lo mismo, que el desenlace pega más fuerte; por eso el abrupto final nos deja en shock. Nos conmociona, se cuestiona y nos cuestiona. Puesto en situaciones extremas de supervivencia, ¿cuáles son los principios de acción del hombre? Definitivamente no son siempre los mismos para todos. Es fácil, particularmente en el mundo actual que vivimos, confundir la falta de carácter con ingenuidad y la lealtad con idiotez. Si bien en ocasiones las líneas divisorias lleguen a fundirse.
Los filmes gringos han educado a buena parte del mundo (la que ve películas hollywoodenses, es decir, la mayoría) que, con sus virtudes y defectos, sus policías y agentes policíacos (o guardianes del bien en cualquier presentación) son hombres buenos, de recta intención. Incluso desde el cinismo, por lo general, se les termina creyendo. Han gastado millones de pies de película y billones de dólares de publicidad (y propaganda) en ello. En el peor de los casos (para ellos), residuos de esa creencia han quedado incluso en los no adeptos a su cine y televisión. También, resulta claro, así le sucedió a Arnulfo; y Gabriel Ripstein juega hábilmente con esa noción. La facilidad con que se compran armas en Estados Unidos, el daño que la actividad crea su propio país y la repercusión que tiene su tráfico fronterizo en el empoderamiento del crimen organizado mexicano es el punto de partida de un viaje narrativo en el que el director analiza peculiaridades de la idiosincrasia de habitantes de dos países vecinos que son tan disímiles en su forma de ver la vida, y al hacerlo examina aspectos de las relaciones humanas que disparan en diversas formas los instintos más básicos de la persona. El que en un inicio se presentaba como un adversario para Arnulfo, incluso enemigo, va mutándose a partir de sus actos y actitudes, pero también ayudado por ese chip que nos han insertado culturalmente los gringos sobre el humanismo norteamericano. Uno similar al que ellos mismos llevan de nacimiento que –como repetidamente hemos visto en días recientes con el tema de refugiados, inmigrantes mexicanos y lo que sea-, los impulsa a desconfiar del otro, del ajeno, del diferente. Y es, sobre esa base, que los norteamericanos suelen tomar sus decisiones de forma implacable.