Reseña, crítica 7:19 - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
7:19
7:19
 
México
2016
 
Director:
Jorge Michel Grau
 
Con:
Demián Bichir, Héctor Bonilla, Carmen Beato, Octavio Michel, Azalia Ortiz, Oscar Serrano
 
Guión:
Jorge Michel Grau, Alberto Chimal
 
Fotografía:
Juan Pablo Ramírez
 
Edición:
Miguel Schverdfinger Duración:
95 min.
 

 
7:19
Publicado el 22 - Sep - 2016
 
 
  • El más reciente filme del cineasta mexicano, Jorge Michel Grau (Somos lo que hay, 2010), se centra en un trágico y desafortunado evento de la historia moderna de México. Situándose en las entrañas del terremoto de 1985, '7:19' busca mostrar el lado de los atrapados, aquellos que vivieron la desesperación entre las varillas de metal, el irritante polvo, las pesadas lozas de concreto y la opresiva oscuridad.  - ENFILME.COM
 
por Luis Fernando Galván

El trágico terremoto ocurrido hace tres décadas en la Ciudad de México puso de manifiesto tres elementos que se confrontan continuamente. Por una parte, la falta de una cultura de la protección civil y los protocolos de acción necesarios para responder en estas catástrofes; en segundo lugar, la organización del pueblo mexicano para contribuir en el rescate y la asistencia de las víctimas; y por último, el tema de la corrupción vinculado (en este caso) al uso de materiales de baja calidad en la construcción de edificios. 7:19 (2016), el más reciente filme del cineasta mexicano, Jorge Michel Grau (Somos lo que hay, 2010), alude a estos tres ejes situándose en las entrañas del terremoto para mostrar el lado de los atrapados, aquellos que vivieron la desesperación entre las varillas de metal, el irritante polvo, las pesadas lozas de concreto y la opresiva oscuridad.

El jueves 19 de septiembre de 1985, el licenciado Fernando Pellicer (Demián Bichir) y todos sus empleados, incluyendo al velador Martín (Héctor Bonilla), llegan muy temprano a la oficina gubernamental para la que trabajan, ubicada en la zona centro de la Ciudad de México, para comenzar su jornada laboral. Sin embargo, a las 7:19 de la mañana se registra un sismo de 8.1 grados Richter; el edificio se desmorona y deja a Fernando, Martín y otros tres trabajadores atrapados bajo los escombros. A partir de ese momento su paciencia, templanza y fuerza son puestas a prueba en una lucha contra reloj por la sobrevivencia.

El guión -escrito por Grau y el novelista mexicano, Alberto Chimal es un drama de suspenso con tintes políticos que de manera abierta hace una declaración sobre las crueldades de la división de clases.  Martin y Fernando provienen de universos distintos. El primero es un anciano sin familia que ha trabajado durante 40 años como velador; mientras que el segundo es joven, adinerado, ambicioso y con influencias políticas. Ahora los dos deben enfrentarse juntos a la posibilidad de la muerte. Al ser llevados a una situación límite, quizá por primera vez cuestionan las barreras sociales que día a día construyen, alimentan y asumen. El viejo –que espera ansiosamente jubilarse para encerrarse en su cuarto, ver la televisión y vivir de su pensión hasta que llegue el momento de su muerte– contra el adulto –profesionista y exitoso, deseoso de alcanzar sus pretensiones sin importarle pasar por encima de los demás–. De alguna manera, el edificio derribado funciona como metáfora de un tejido social desintegrado donde se pone de manifiesto el eterno conflicto entre explotadores y explotados. Esa alegoría y la lucha de los personajes hacen recordar la manera en que Jorge Fons, a partir de la novela de Vicente Leñero, en Los albañiles (1976), utiliza las figuras de otro velador (Ignacio López Tarso) y de un ingeniero (José Alonso) para trazar el panorama de la desigualdad entre burgueses y proletarios en las décadas de los setenta y ochenta. Se trata entonces de un grado de descomposición social que hace eco de la corrupción y el voraz individualismo que se han apropiado de esta ciudad prolongándose hasta nuestros días.

Tanto Bichir como Bonilla son obligados a flexionar sus cualidades interpretativas dramáticas al interior de un espacio reducido, claustrofóbico y asfixiante; ambos ofrecen, a pesar de las muy pocas oportunidades que tienen de mover sus extremidades, un intenso despliegue físico y emocional orientado a mostrar la desesperación que les genera el permanecer encerrados en una sola posición durante prolongados periodos. Sin embargo, hacia el final del relato, ambos recurren a las malas costumbres del teatro y exageran la intensidad de sus voces; las tonalidades se vuelven ásperas, roncas y bruscas con la firme intención de despertar asombro en los espectadores, pero lo único que logran es que la naturalidad y la intensidad de la situación se evaporen. 

Sostener el relato con dos hombres aprisionados bajo los escombros en un espacio reducido es un concepto que en manos menos hábiles puede tambalearse y atentar contra la atención del espectador. A pesar de los riesgos, el director genera tensión desde los primeros minutos de 7:19. Sin la necesidad de llegar a los extremos de lo gráfico, pero sin perder su condición de visceralidad, la fotografía de Juan Pablo Ramírez (Las lágrimas, 2013; González, 2014) logra retratar eficazmente las texturas de los vidrios rotos, los tabiques aniquilados, las maderas vulneradas, los cables desalineados y las varillas retorcidas –elementos que forman parte de un impecable diseño de producción que reconstruye de manera verosímil y eficaz la zona de escombros dentro de un set de filmación–.

Tomando en cuenta los límites del espacio, resulta inventiva la propuesta de los ángulos, disparos y puntos de vista. El plano secuencia inicial –que se desarrolla en la recepción del edificio– logra sentar la atmósfera cotidiana de lo que parecía ser una mañana cualquiera y su dinamismo se contrapone estilísticamente al resto del filme. Este breve recorrido resulta atractivo debido a su circularidad: arranca y termina depositando su mirada sobre la televisión encendida de Martín, que en ese momento transmite el programa “Hoy mismo”, aquel noticiero matutino de Televisa. Después hay un fundido a negros que, de manera elegiaca, anuncia el comienzo de una de las más grandes tragedias en la historia de la capital del país. Durante algunos segundos, el realizador mantiene esa pantalla negra y el espectador se esfuerza por saber si ha quedado algo dentro de ese panorama gobernado por las tinieblas. En un ejercicio de artesanía pura, Michel Grau confecciona un segundo plano secuencia –aunque truqueado con efectos digitales en la posproducción– para mostrar los detalles de los materiales que se han caído. El director  recurre a una simple fuente de luz (la lámpara de mano de Martín) para hacer visible la catástrofe; un primerísimo plano del ojo derecho de Bichir, lleno de capas de polvo y que apenas puede parpadear. La oscuridad nunca descansa y la respiración entrecortada del personaje produce una sensación de angustia y desesperación. Posteriormente, el director confecciona con detalle meticuloso algunos otros planos prolongados –sutiles travellings y algunos dollys de acercamiento– para evitar que la audiencia sea abrumada por tanto plano estático. 

Los guionistas son fieles a la historia que quieren contar sin la necesidad de añadirle subtramas innecesarias de aquellos que se encuentran a las afueras de los edificios –lo que ocurría ese día en otro sitios de la misma ciudad- y sin introducir flashbacks que muchas veces, al ser mecanismos que representan el pasado como una época más feliz y placentera, sólo buscan manipular tramposamente al espectador. En este caso, sólo hay una especie de visión dentro de un sueño que incluye unas palabras enigmáticas que cobran sentido poco después, cuando Fernando le confiesa a Martín una denigrante acción que cometió en el pasado. No obstante, llega un punto en el que los personajes tienen poco que ofrecer; el trasfondo de cada uno de ellos es comunicado al espectador mediante una especie de monólogos que son introducidos de manera que llega a sentirse forzada, incluyendo las confesión de índole político que hace el personaje de Bichir. Martín y Fernando no evolucionan; no hay una transformación de los personajes y esto evita que el espectador se sienta atrapado en el mismo tiempo y espacio que aquellos hombres desesperados. La claustrofobia está presente, pero los personajes son insuficientes para generar una atmósfera de amenaza respecto las posturas perturbadoras que puede llegar a adoptar el ser humano en condiciones extremas.

También hay un humor lacerante, un humor que lastima, producto de la simplicidad, espontaneidad y verosimilitud de los enfrentamientos verbales que sostienen los personajes de Bonilla y Bichir. Este intercambio de diálogos permite que el relato no caiga en el tedio conforme las palabras errantes resuenan bajo los escombros. Es precisamente la manera en que fluye la interacción entre estos dos hombres la que posee una inteligencia intuitiva que resulta atractiva y emocionante. Además, las voces en off de los personajes secundarios, cuyos rostros no aparecen a cuadro, conforman una especie de coro que tiene la función de respaldar o contradecir las palabras emitidas por los protagonistas.

Michel Grau, de manera simbólica, encierra a sus personajes –incluso el aspect ratio se reduce– y conforme avanza el relato el  cuadro se expande y se abre de la misma manera que aumentan las esperanzas de poder salir y ver nuevamente la luz del día. Al eliminar la espectacularidad de los filmes de desastres y catástrofes naturales, 7:19 es un drama que pretende erradicar cualquier distancia entre los espectadores y sus personajes. En lugar de representar los ruidosos y excesivos derrumbamientos de edificios al estilo Earthquake (1974) o San Andreas (2015), el director mexicano opta por el confinamiento minimalista con reminiscencias a El submarino (Das Boot, 1981), del alemán Wolfgang Petersen, y Sepultado (Buried, 2010), del español Rodrigo Cortés, para centrarse en las reacciones del ser humano frente a los acontecimientos mortales que lo rodean. El resultado final es mucho más satisfactorio que cualquier representación superficial y neobarroca de la destrucción, aunado a que –afortunadamente– el director no se deja seducir por la complacencia de los relatos de superación y supervivencia, y logra entregar una intrigante y cruda atmósfera de ansiedad, desconsuelo, incertidumbre y frustración.

 
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