Juego de niños
Por María Tinajero
Abel (Christopher Ruiz-Esparza) es un niño con problemas psicológicos: su relación con el mundo es limitada, casi no habla. Desde hace tiempo ha estado recluido en un sanatorio de Aguascalientes, donde vive su familia, pero ahora se hace preciso trasladarlo a la Ciudad de México para que reciba un mejor tratamiento. Para Cecilia (Gidi), su madre, esto significaría una separación indefinida. Por eso, convence al doctor Monárrez (Aragón) para que le permita tener a su hijo en casa durante una semana, quizá con la esperanza de que mejore y pueda permanecer con ella.
La familia se completa con Selene (Galván), una hija adolescente, y Paúl (Gerardo Ruiz-Esparza), el más pequeño. El padre brilla por su ausencia. Cecilia se las ingenia para salir adelante, pero con la llegada de Abel las cosas se complican: además de los caros medicamentos, el niño requiere atención especial. Lentamente y desde la extrañeza total, él se va asimilando la peculiar situación que se vive en casa: a sus hermanos les falta una figura paterna y a Cecilia, alguien que la apoye para educarlos. Es así que un día, de golpe y como por condensación de muchos factores, Abel encuentra el papel que quiere interpretar: de ahora en adelante, y con todos sus siete años a cuestas, él será el hombre del hogar. Y vaya que se lo toma a pecho.
A pesar del desconcierto inicial, Cecilia decide no contradecir a Abel con tal de permitir que se exprese de alguna manera, y convence a Selene para que actúe en consecuencia. Todo parece marchar más o menos bien hasta que una mañana, sin previo aviso, un hombre vuelve a casa después de dos años de ausencia y silencio absoluto. La llegada de Anselmo (Yazpik), padre de los niños, es un golpe que sacude a todos por igual, sobre todo a Abel. La sorpresa desencadena una escalada de acontecimientos que van de lo cómico a lo amargo.
El equilibrio
Buenas decisiones. Las que ha tomado Diego Luna como guionista y director de Abel han sido, en su mayoría, buenas decisiones. Por principio de cuentas, la historia es conmovedora sin ser cursi, alegre y ligera sin caer en el chiste fácil, comprometida con la realidad social sin rozar siquiera el panfleto, con referencias dramáticas largamente explotadas (como Edipo) presentadas bajo una nueva luz. Es, en definitiva, completamente mexicana y universal.
Este equilibrio podría encontrar su explicación en el material tan personal que Luna ha decidido utilizar para su primera cinta de ficción. Por una parte, su inscripción al club de la paternidad desde hace casi un par de años y, por otra, su propia infancia como hijo de un solo padre, son experiencias que lo colocan de entrada en el centro del universo de Abel.
“Obviamente es algo muy personal. Cuando diriges tu primer película puedes llegar a creer que estás contando una historia que no tiene nada que ver contigo, pero siempre resulta autobiográfico. Mi madre murió cuando tenía dos años; yo no tengo una memoria de ella, entonces no es como que haya tenido algo y lo perdí. Viví sin una madre desde el principio. Mi padre siempre estuvo presente y desde niño me trató como un adulto. Comencé a trabajar desde los seis años, así que tuve que comportarme como un chico maduro desde muy joven. En algunos aspectos yo ya era un adulto desde entonces y en otros soy todavía un niño”.
Las mancuernas
Para hacer realidad el proyecto, después de dos años de trabajo sobre el guión en conjunto con Augusto Mendoza, Luna se apoyó en la gente correcta. Encabezando el reparto, Karina Gidi demuestra que es una de las mejores actrices mexicanas de la escena actual. Con una sólida trayectoria en teatro, Gidi se adapta perfectamente al lenguaje cinematográfico y construye vastos espacios interiores, profundos recovecos para el corazón de la madre. Un gesto basta para hacer patente su enorme amor, su fuerza y su fragilidad. En su carne, Cecilia transita por una amplia gama de emociones, lo cual definitivamente ayuda a crear la enrarecida atmósfera y a hacer los apuntes necesarios sobre el pasado familiar.
La madurez interpretativa de Gidi es el cimiento perfecto para la interpretación de Christopher Ruiz-Esparza, un pequeño actor no profesional. Luna lo eligió entre 400 niños de Aguascalientes que fueron convocados mediante un anuncio televisivo. “Una de las razones por las que terminamos eligiendo a Christopher es porque él es muy inteligente y comprendió enseguida que estaba interpretando a un personaje —Abel—, quien a su vez estaba desempeñando otro personaje”.
Además, están las también brillantes y precisas actuaciones de José María Yazpik y Carlos Aragón. Sin necesidad de grandes diálogos explicatorios, sus personajes tienen el peso justo para hacerlos verosímiles y complejos. El tan recurrente tema en el cine mexicano de los hombres que se van a Estados Unidos para buscar mejores oportunidades está presente en Abel, pero con un nada improbable giro de tuerca.
El universo
La música, la fotografía, el diseño de producción y la edición colaboran para darle a la cinta su apariencia definitiva. En palabras de Diego Luna: “Quería que pareciera un sueño. En cuanto al formato, elegimos 2:35. Quería que la película contara la historia de cómo Abel percibe a las personas a su alrededor y, como en el teatro, yo quería que el espectador pudiera elegir qué ver en el cuadro”.
Como una primera aproximación al cine de ficción, Abel es un sólido arranque donde se incorporan elementos fundamentales de la identidad mexicana, como la ausencia del padre, la preeminencia de la madre en el círculo familiar —características que, unidas, son terreno fértil para fantasías edípicas—, las perennes dificultades económicas y ese toque surrealista presente en nuestra geografía, tal como lo declarara Breton en sus Recuerdos de México en 1939: “Una parte de mi paisaje mental —y por extensión, creo, del paisaje mental del surrealismo— colinda con México”.
Es así que, tanto por la narrativa visual como por el universo de personajes, situaciones y ambientes que propone, hay buenos augurios para que Diego Luna desarrolle una voz propia como director.