Ve aquí Tuesday, corto de Charlotte Wells
*Para Reny, Manu y Pon
La imagen en formato de videograbadora (de las que se usaban hace poco más de 20 años) recorriendo en fast forward lo que parece ser el cassette que registró unas vacaciones -interrumpido por imágenes de una chica en sus treinta (Celia Rowlson-Hall), abstraída, entre luces estroboscópicas, en lo que pinta como un rave-, nos advierte, de entrada, dos cosas: que acompañaremos el viaje que alguien está haciendo hacia el pasado (“Down memory lane” (por la calle de la memoria), gustan decir los británicos, porque británicos son a quienes acompañamos); y aunque al principio no es del todo claro, paulatinamente nos iremos percatando de lo segundo: que a la directora del Aftersun, la escocesa Charlotte Wells (como a sus compatriotas Lynne Ramsay y, en menor medida, a Andrea Arnold), le gustan las estampas impresionistas.
En uno de esos típicos paquetes de viajes veraniegos que aprovechan los británicos para abandonar su isla por unos días, irse a una playa de la Costa del Sol española o, como en este caso, a un resort de bajo presupuesto en Turquía (donde estarán rodeados de puros británicos, comiendo comida británica, escuchando acentos y música británica, es decir, como si siguieran en la Gran Bretaña solo que con sus cuerpos ocupando algún punto geográfico de Europa), se acompañan Calum Aaron Patterson (Paul Mescal) y Sophie (Frankie Corio) -que retratan una química interpretativa conmovedora- quienes, aunque muchos confundirían con hermanos, en realidad son padre e hija. Él en sus temprano treinta -a unos días de cumplir años-, y ella recién alcanzados los once.
Las breves dosis de información que en cada secuencia se nos van administrando, permiten ir conociendo que Calum y la madre de Sophie están divorciados; que la niña sigue viviendo en Edimburgo (Escocia) mientras su padre su mudó a Londres; que la relación de Sophie con su madre no es siempre la mejor; que son pocos los días del año los que padre e hija están juntos (“Creo que es lindo que compartamos el mismo cielo”, le confiesa Sophie, mientras toman el sol. “¿Qué quieres decir?”, pregunta Calum. “Bueno, a veces durante el recreo miro al cielo y si puedo ver el sol pienso en que ambos podemos ver el sol, aunque no estemos en el mismo lugar; y, aunque en realidad no estemos juntos, en cierto modo lo estamos, ¿no?”, concluye la enternecedora explicación de la niña); que se extrañan; que se esmeran en convivir armoniosamente; que se aman; pero también que la separación les ha afectado de modo intenso y tenaz, aunque acaso silencioso, en su ánimo, en su espíritu. Sobre todo a Calum (al menos en ese momento), porque la experiencia le permite saber que las consecuencias serán duraderas, de largo aliento e irrevocables, y que por más que se habitúe al dolor que siente como vacío permanente en el corazón, no habrá forma de extirparlo jamás. Sophie entonces (en esos días veraniegos) no lo advertía del todo, pero sí que lo ha llegado a entender, y con desgarradora intensidad, desde el futuro en que parece recordar, con ayuda del material grabado con la videocámara, lo que vivieron juntos, en intensa proximidad, durante aquellas vacaciones en Turquía.
Esas fracciones de información las disemina Wells mientras los vemos departir, a Calum y a Sophie, cuerpo a cuerpo, literalmente (en la reservación no les respetaron el pedir dos camas individuales, por lo que tienen que dormir, los dos, en una cama matrimonial), desde que llegan al hotel que los hospedará durante esa semana especial tras la que la niña regresará a clases. La noción de la escuela apareciendo intermitentemente en algunas conversaciones, simbolizando el aviso ominoso no solo del eventual, cercano, fin de las vacaciones sino, sobre todo, como daño integrado, del desprendimiento (una vez más) de su padre.
Se ríen, nadan, echan flojera, juegan pool (ella es particularmente buena para su edad), él le enseña (con poca paciencia ante los jugueteos de ella) a defenderse físicamente de posibles ataques y le aconseja leer, critican a los demás huéspedes, bromean (entre ellos y a los otros), se miran (uno al otro), se sumergen en el agua (ese elemento tan presente en el filme), cantan en el karaoke (bueno, ella -Losing My Religion de REM, con una letra que parece traducir lo que su cabeza aún no puede descifrar del todo-; él se niega aunque antes solian hacerlo juntos), Sophie tiene su primera aventura postinfantil con un niño de su edad con el que se besa “de piquito” (además de observar y escuchar a los adolescentes más grandes instalados ya en el deseo y escarceo sexual) y Calum amortigua sus aflicciones con alcohol, lectura y tai chi. Intentan -hasta donde sus distintas edades y posiciones de vida se los permiten- ser íntimos, como si trataran de recuperar todos esos días que están alejados, que no conviven, que no se ven, que no hablan; si bien, como buenos británicos, son incapaces de experimentar explosiones sentimentales (al menos no visibles ni evidentes para el otro): no se abrazan mucho, apenas se tocan (incluso con cierta renuencia al embadurnarse bloqueador de sol), no se entregan en el otro. Son dos extraños que paulatinamente se van distanciando, y que quieren evitarlo; se esfuerzan por conocerse, por entenderse, por comunicarse. De por sí la relación padre-hija tiende a ser dificultosa, el contexto para Calum y Sophie, solos, magnifica las zonas minadas.
Recurriendo a la exaltación de los detalles, Wells ilustra cómo es que cada uno quiere penetrar el mundo del otro, aunque sin demasiado éxito. Sophie está perdiendo su inocencia, mientras que Calum su deseo de vivir. Desearían, eso sí, encapsular estos instantes efímeros, detener el tiempo, pero no solo a través del frío recurso del video, ni siquiera de la pura memoria que, sabemos, puede ser ingrata. Los dos sienten, saben, que es imposible, y cada uno lo padece de modo solitario.
Esas capturas de momentos que hace Sophie con la videograbadora, las documenta a partir de graciosas crónicas de lo que piensa y lo que le llama la atención (algunas vivencias infantiles de Calum que revelan una infancia no particularmente dichosa, por ejemplo), en ocasiones sacándole sonrisas al padre, en otras provocándole un poco de fastidio. Él, claramente, no la está pasando del todo bien, su ánimo es oscilante, pero en ocasiones, cuando ella ya duerme, él revisa el material grabado con una expresión que abarca desde la ternura hasta la congoja, que es probablemente la emoción que lo domina y que, tal vez, sea la causa profunda de su inocultable turbulencia interna.
Por medio de movimientos de tai-chi (de los que se burla Sophie cuando lo ve) es que Calum intenta canalizar su energía, domar sus pasiones, mantenerse centrado para abarcar ese presente que, lo sabemos, siempre dura poco y se escapa pronto. La percepción del tiempo, es evidente, se mueve en dimensiones muy distintas para Calum y para Sophie. Tanto ahí, en el resort, como cuando ella está en Escocia y él en Londres. El tiempo se dilata y contrae en sentido opuesto para él, y para ella. Y la admisión de esa dura verdad es otro sólido pilar que explica la fisura insalvable que se rasga entre ellos. “Tienes tiempo”, remata Calum cuando le contesta a Sophie por qué nunca regresará a vivir a Edimburgo, pues una vez que abandonas tu lugar de origen, sientes que has dejado de pertenecer a él, y que por eso ella debe estar preparada para viajar, ligera, y decidir asentarse en el sitio en que mejor se encuentre, cuando llegue ese momento.
Además del talento y -pese a su poca experiencia y juventud-, oficio que manifiesta Charlotte Wells para extraer sentido y verdad a las emociones más diminutas, eludiendo con garbo cualquier tentación de dramatizar ni el trato entre Calum y Sophie, ni los pormenores de su situación (por el contrario, los episodios más conmovedores son casi siempre los más animados, que más bien se tornan tremendamente dolorosos solo a partir del armado mental del espectador, al darse cuenta del sitio que ese instante de fugaz alegría ocupa en el significado completo de la historia), la directora escocesa entiende de la trascendencia que tiene el montaje en la narrativa cinematográfica. Y, con mucho criterio, pero también afilada sensibilidad -en colaboración con Blair McClendon, su editor), maneja el ritmo del relato, sabiendo dónde y cuándo imprimir un poco de intensidad en el desenvolvimiento de la relación, cuándo frenarla ligeramente, dónde introducir música y qué tipo (gracias a ella es que nos ubicamos temporalmente en el verano de 1999, las específicas rolas de Blur y Catatonia, entre otras, nos lo indican).
Pero, particularmente, de qué modo y en qué instantes entrecortar la columna vertebral de la trama (lo que ocurre en el centro vacacional de Turquía), con el “yo” del presente de Sophie, desde el que lo está rememorando, muchos años después, en la estancia de una casa, frente a un televisor que dispara las imágenes que de niña registró en la videograbadora, en vísperas de cumplir el mismo número de años que tenía su padre durante esas vacaciones, siendo ella ya también madre de una bebé (que no vemos, pero que escuchamos llorar), dentro de una relación homosexual. Sophie intentando rescatar el legado de la responsabilidad y el amor paternal de entre los escombros de un pasado que sigue despidiendo sombras ofuscantes.
Este montaje amalgamando esas dos realidades de distintos planos temporales, además, con un deseo o impulso onírico, una poderosa colección fragmentaria de imágenes, difusas, etéreas, abstractas, esas en las que parece estar ella en el rave entre flashazos de luces y gente moviéndose en éxtasis, en su presente -de adulta-, pero en el que en intercortes posteriores a los del inicio del filme, también aparece Calum, congelado en el tiempo -con la apariencia que tenía en aquella lejana semana, muchos años antes-, moviéndose desenfrenadamente, como sacudiendo la congoja que lo envenenaba. En una ocasión con el sonido de Tender de Blur distorsionado como fondo; en otra con Bowie y Queen cantando Under Pressure -en un episodio abrumador de alegría y tristeza atropelladas entre sí, de nuevo, con una letra que encapsula a la perfección el momento-, hasta dejar las voces de Bowie y Mercury a capella, en el momento en que ellos se abrazan bailándola primero, durante su última noche en Turquía y, de pronto, la secuencia fusionándose con otra en la que están los dos enlazados, él con rostro descompuesto, ella desconcertada, entre los disparos de luz, en esa fiesta en que vuelven a estar reunidos, ambos con la misma edad, donde han logrado reconectar, aunque desesperados, impotentes, cuando el tiempo se ha disipado. En ese espacio abstracto cuya imagen, incluso en el recuerdo construido -como la cinta del cassette-, también terminará desgastada.
La memoria nos suele jugar trampas, con o sin la ayuda de dispositivos tecnológicos; nos borra o esconde momentos que queríamos preservar, y algunos otros los conserva si bien acicalados con trucos y filtros (incluso en ocasiones con acompañamiento musical que no existió) como de app de red social. También hay veces que el recuerdo se preserva austero, muy cercano a como en realidad ocurrió. Uno de los más grandes poderes que tiene el cine es el de, precisamente, reconstruir el tiempo pero, justo así, como lo percibimos, cada quien de modo distinto. El presente, el pasado, incluso el porvenir imaginado, los sueños. Y en la capacidad para plantear congruentemente (pese a la potencial incoherencia) esas posibilidades en una historia que haga sentido o, incluso mejor, que toque, mueva, sacuda al espectador (desde lo intelectual y desde lo emocional), se juega el cometido del filme. La escocesa Charlotte Wells lo tiene bien entendido, y así lo ha plasmado desde sus cortometrajes, ya sea fragmentando la narración de forma elíptica acudiendo a la ambigüedad para generar confusión emocional (como en Tuesday, 2015; y Laps, 2017), o fundiendo planos temporales, reales e imaginarios, de modo tan lírico como desconcertante (como en la secuencia final de Blue Christmas, 2017); en todos los casos -en los cortos, y sobre todo en su largometraje debut- logrando incrustarse sutilmente en la piel del espectador para, desde ahí, retorcer discretamente sus percepciones y sensaciones.
En Aftersun, Wells vierte todo el aprendizaje adquirido en sus primeros trabajos, que más bien parecían (dada su redondez, la claridad de lo que ya parecía ser un estilo, la seguridad de su voz) los lienzos en lo que desplegó lo que desde entonces tenía muy bien asimilado y necesitaba solamente encontrar la mejor forma artística para expresarlo, empezando por el dolor que claramente carga. Porque Aftersun es la verdadera historia de Charlotte Wells, aderezada con licencias poéticas. Contada no de una forma convencional, sino exprimiendo los recursos cinematográficos. Los planos emplazados juiciosamente por Gregory Oke que paulatinamente los van dividiendo (a Sophie y Calum), entre ellos, y a ellos respecto a los demás turistas, aislándolos para acentuar su extravío; el fundamental juego de focos y de espejos, no solo para dar fluidez, textura y profundidad de campo a la puesta en escena, sino para enfatizar la diferencia de sus miradas, o para invitar al espectador a escudriñar el cuadro para desentrañar qué es lo que realmente estamos viendo; los encuadres que aprisionan a Calum, y los que lo colocan aplastado por la inmensidad que parece devorarlo; el registro de pequeñas minucias que al acumularse develan lo que no ha sido explícitamente referido. Las elecciones musicales, el score de Oliver Coates, y el diseño de sonido puntuando y dimensionando la profundidad emocional que, momento a momento, el filme va trenzando.
"Aftersun" es el producto -tipo Aloe Vera- que se unta en la piel para mitigar las quemaduras del sol. De igual forma, la palabra hace pensar en el ritual cotidiano en que el sol cede su dominio a la oscuridad, cuando a Calum se le apilan los agobios (su pasado infeliz, el divorcio aún no superado, el reciente rompimiento con su nueva pareja, sus problemas de dinero y, desde luego, la vida alejado de su adorada hija), lo atacan los demonios que intenta aplacar con alcohol, al no poder evitar sentirse incapaz de hacerle frente a la noche. A Sophie, a su modo (ella se lo reconoce a él), también la ataca la tristeza, porque aunque no lo entiende al grado que él (no entonces), es muy perspicaz y sospecha lo que pasa, lo siente. Todo el filme está delicadamente impregnado de melancolía y de ternura contenidas, sin drama ostensible. Y su gran triunfo es lograr capturar lo incomunicable que es el dolor, incluso entre quienes se aman, que es una de las razones por las que los humanos solemos sentir una profunda soledad, en última instancia. Sophie, muchos años después, finalmente entiende a cabalidad lo que en aquellas vacaciones ya intuía: el esfuerzo, casi sobrehumano, de su padre por, pese a sus defectos y debilidades -pese a todo-, ser un buen padre. Al menos con esa certeza apropiada, está en condiciones de resignificar el valor de todos esos recuerdos.