Un matrimonio pierde a su hijo en un accidente y tiene que sobrellevar el luto. No es Anticristo (2009) de Lars von Trier, sino el tercer largometraje del actor y director John Cameron Mitchel, Rabbit Hole (otro título terriblemente traducido por la distribuidora como Al otro lado del corazón, 2010).
En sus dos películas anteriores intentó volver intrascendentes los temas de la sexualidad (Hedwig and the Angry Inch, 2001) y el sexo (Shortbus, 2006) a través de la saturación y la sobreexposición de estos (en Hedwig… el protagonista es un travesti que busca a su alma gemela y en Shortbus el sexo constante y estrafalario sirve para retratar a la sociedad neoyorquina). En esta última, de maquillaje igualmente denso pero recatado –el sumo cuidado en la imagen denota una elegancia no ‘natural’ sino muy trabajada, estilizada-, la anhelada normalidad del matrimonio es solo una delgada y ligera gaza de falsedad e inercia que cubre el silencioso y contundente dolor provocado por la pérdida. No hay cirugía plástica que modifique el alma.
Aaron Eckhart interpreta a Howie, el padre de familia. Es responsable, trabajador, deportista, es juguetón, comprensivo pero desesperado. Muestra necesidad de hablar –es él quien insiste en ir al grupo de ayuda– pero es incapaz de hacerlo. Es más un escucha con una enorme necesidad de ser tocado.
El papel de Nicole Kidman es más complejo. Es la esposa que por intentar ser perfecta, se equivoca. Cocina, tiene una casa impecable, dejó su trabajo en Sotheby’s para irse a vivir a los suburbios y criar una familia, ha asumido jugar un rol de suburbio, empequeñecerse sin quejarse; la soberbia le impide aceptar que se ha equivocado y acercarse a quienes ama (el rostro sobretrabajado de la actriz es perfecto para el papel). Aunque se lo niega, está invadida por la culpa. Esto lo acerca al responsable directo de la muerte de su hijo: un adolescente que está escribiendo un comic sobre un niño que ha muerto y que puede tener otras vidas en universos paralelos, Rabbit Hole.
El guión basado en la obra de teatro del Pulitzer, David Lindsay-Abaire, es delicado, nada grandilocuente. Mitchel es sumamente cauto. Sobrelleva la tragedia sin caer en el melodrama. Los personajes no son los antihéroes de emociones súper exaltadas siguiendo el hado de un director ultra manipulador. Son gente común que arma su vida con el paso de los minutos. Que lucha por llegar de un segundo al otro sin caer. Visualmente esto queda minuciosamente explicado en las escenas dentro de los autos. Los dos personajes pasan mucho tiempo dentro del suyo y la cámara explora desde diversos encuadres, algunos más creativos, lo que ahí sucede. Sucede que la gente piensa, sufre, llora, recuerda, pero también, habla por teléfono, se mira al espejo, se distrae, deja que el tiempo pase y las penas se diluyan. Dos cosas los ayudan: la convicción de que a pesar de todo aman y la hipocresía. Este es su mantra: he perdido a un hijo, he muerto en vida y nada puede justificarlo, pero a través de los otros tengo que dejar que la vida siga. Y la vida sigue.