Por Sofía Ochoa (@sofochoa)
Esta escena ya la has visto en alguna playa de la península yucateca: el mar azul turquesa del Caribe bordeado por la arena blanca y sobre ella una pareja de amantes caminando de la mano. Ella es una turista, lo sabes por su claro tono de piel y el cabello rubio; él es un nativo, lo sabes por las mismas razones, tonalidades opuestas. Con esta imagen inicia Alamar. Afortunadamente, de inmediato, su director Pedro González-Rubio troca el cliché por misterio. A esta historia que podría parecer postal le agrega tintes de verosimilitud a través del guión y la cámara.
En un inicio la verosimilitud se establece a través del prólogo, la historia de amor entre los padres: se conocieron, se enamoraron, tuvieron un hijo, Natan, pero la relación cambió y han decidido que lo mejor es separarse. Hay cierto misterio en esa atmósfera que surge entre dos personas tras su separación, esa mezcla de dolor, resignación y anhelo de alegría que nos invade cuando hemos entendido que es mejor separarnos de la persona a la que una época creímos amar irrevocablemente. También hay otro tipo de misterio en esa fórmula tenebrosa que vemos aplicar al padre, que le permite que los padres sigan con su vida cuando tienen que separarse de sus hijos. Las razones del conflicto entre la pareja nunca se explican del todo, pero emerge cierta magia de lo hermoso y triste del momento que viven. La belleza de la naturaleza se antepone a la inminente pérdida. Padre e hijo comparten tiempo juntos para fortalecer esos ríos invisibles que atraviesan y alimentan las almas de las personas que se aman. Pero por más bien que la pasen, por mucho que disfruten, ninguno sabe qué recordará el uno del otro.
Antes de que la madre parta definitivamente a Italia, su tierra de origen, Jorge, el padre, lleva al niño a un viaje de despedida. Este viaje es más espiritual que geográfico. Van de pesca en lancha con el abuelo, un señor curtido por el sol con la fortaleza y la templanza del viejo de Hemingway, a la costa, a los manglares, se sumergen en el océano; duermen, cocinan y viven en casa del abuelo, una choza sobre el mar. Están juntos, pues, y crean lazos que, esperan, serán indestructibles. La topografía del Caribe con esa luz intensa que hace brillar al blanco de la arena y competir por atención al verde de la selva contra el azul del océano (siempre gana el mar) es como la extensión del alma de Jorge, que expone cálidamente para que su hijo la recorra y la explore como cachorro salvaje.
Aunque hay una especie de nostalgia anticipada invadiendo la película –finalmente padre e hijo van a separarse–, la cámara no se refugia en una atmósfera melodramática. Lo que predomina es un deseo enorme de ser felices, de marcar al otro con ese goce, a través de la frescura del paso de los días al lado del mar. Parece existir una predosposición a no abordar los ciertas cuestiones –¿cuándo volverán a verse?, ¿cómo van a comunicarse?, ¿quién visitará a quién?– quizá porque saben que el tiempo juntos se agota y han decidido emplearlo de otra manera.
La cámara con tintes de documental –de hecho es muy probable que la película haya sido concebida como uno, aunque no me detendré a averiguarlo pues no es importante– añade espontaneidad a esa frescura. Pero no por ser espontánea es descuidada. Hay una atención meticulosa en el encuadre que resalta la belleza de las vivencias sin caer en el extremo opuesto, ese preciosismo que fuerza lo que sucede frente a la cámara para crear postales turísticas. Por ejemplo, hay un momento maravilloso cuando una garza, Blanquita, entra a la choza de madera y Jorge se hace su amigo. Le da de comer y ella le toma confianza y se sube a su brazo. Natan, guiado por su padre, intenta repetirlo, pero su inquietud la espanta y nunca logra que suba a su brazo. Si hubiera sido una película de Disney la garza le hubiera traído un mensaje hablado al niño. Pero el mensaje de esta garza es otro. Su indiferencia frente a los deseos del niño es casi una lección. Por más que la belleza del mundo esté ahí para consolarnos, jamás se doblegará ante nuestros deseos.