Permítanme posponer la intrincada implicación de meter a un personaje de nombre William Shakespeare en cualquier trabajo y tratar brevemente a Anónimo como una película sobre el reconocimiento.
Hay pues en la trama del alemán de carrera sensacionalista, Roland Emmerich (Día de Independencia, 2012), un escritor genial, con un don extraordinario, que no puede dar a conocer su obra porque su posición y su contexto se lo impiden. Es el conde de Oxford (Ifans), a finales del siglo XVI en la Inglaterra isabelina y puritana, cuando la corte encuentra sedición y pecado en los mecanismos que mueven a la imaginación de un hombre a crear mundos con palabras. Así es que Oxford tiene que conformarse con fracasar en la política, en la realeza, perder poco a poco sus posesiones y escribir a puerta cerrada una obra de tal magnitud que su fuerza en el imaginario del hombre moderno es equiparable a la de un meteoro impactándose contra la península de Yucatán para alterar la atmósfera y redefinir así el futuro de la vida en el planeta. Todo con la precisión de una pluma.
Oxford sabe que su colosal poesía está atrapada en la pequeñez de la consciencia de su tiempo y le busca una salida: un prestanombres con una posición suficientemente laxa que le permita ejercer el rol de dramaturgo sin peligro alguno. Su obra está condenada a la trascendencia pero, como dice la reina Isabel envejecida en el tráiler de la película, ésta jamás llevará su nombre. El escritor es víctima de una tragedia shakesperiana en la que la vida de un hombre no alcanza las proporciones de su espíritu.
Y sus ambiciones tampoco son únicamente etéreas. Una parte en él desea el reconocimiento no solo a su obra, que ese, lo sabe, lo ha visto, lo tiene garantizado, sino a su figura. Quisiera ser él quien recibe los aplausos en los escenarios. Ben Jonson, poeta y dramaturgo de su tiempo que, según la versión de Emmerich, conocía el secreto de Oxford es el único con algo de autoridad que podría llenar ese vacío y aún así, función tras función, se niega a aplaudirle.
Aquí entra ya el nombre de William Shakespeare que en el mundo de Emmerich es un actor pueril, tosco, interesado e insensible, incapaz de trazar siquiera una letra. Su ignorancia acaba por destrozar de una vez por todas la torre de literatura, confabulación política y laberinto pasional –en el que la reina está implicada–, que sostiene sutilmente el pasado de Oxford. El asunto resulta intrigante. Y Emmerich sabe cómo agregarle emoción: la reconstrucción de estudio de la Inglaterra isabelina, los teatros, El Globo, los vestuarios minuciosamente cuidados, las buenas actuaciones, el diseño de arte con acabados de lujo, la edición in crescendo, cada uno de los elementos formales gritan en todo momento, con su grandilocuencia: esto no solo es estremecedor, es esencial.
Y, ¿lo es? Claro que lo es, aunque Emmerich solo sea capaz de esbozar torpemente la razón: la poesía. Las películas que mejor han logrado traducir el lenguaje del bardo al cinematográfico son las que han retomado sus metáforas y su mundo con sutileza, sensibilidad e ingenio. Desde las adaptaciones como Ran (1985) de Akira Kurosawa hasta las recreaciones como Shakespeare enamorado (1998) o Stage Beauty (2004) retoman sus temas, reflexionan y recrean sobre ellos. Emmerich se limita a señalar. ‘Todo arte es político, sino es mera decoración’, dice Oxford y la manera de explotarlo, haciendo que un tumulto se levante en armas cuando ve Richard III porque les recuerda al consejero de la reina, es simplista.
Su mayor riesgo está en cómo presenta su trabajo: con el tropo renacentista del teatro dentro del teatro. La película inicia con un actor de nuestro tiempo presentando en un teatro la película. Lo que vemos después, se supone, es una puesta en escena. Al final Emmerich tiene un gesto de falsa modestia. El telón cae y su público se levanta y se retira sin aplaudir. Somos nosotros, no su guión, los que determinaremos si merece o no el reconocimiento… ¡Por favor!