Por Ricardo Pohlenz
A lo largo de su trayectoria como realizador, el danés Lars von Trier ha dado desplantes de una grandiosidad exacerbada, comparable –si se quiere- sólo a la de autores a los que ha emulado e imitado dentro de una filmografía que puede describirse como un compilado de highlights que revisa los malestares culturales del siglo pasado a través del medio que vino a definirlo: el cine. Crítico sagaz y acérrimo revisionista de los vicios y fórmulas que definieron el imaginario ideal de una época iluminada por el cinematógrafo, ha sabido ganarse un lugar como un agudo analista de fondo e intenciones, sean políticas y sociales, sea detrás o frente a las cámaras: un cínico descreído que persigue las quimeras que lo han fascinado para reducirlas, en atentas desconstrucciones formales que señalan sus luces, sus carencias y sus trampas; un apóstata que redime a la industria que denuncia.
Lars Von Trier ha sido parco en sus declaraciones al respecto de su más reciente filme, Anticristo (2009), no ha hecho falta. Críticos y especialistas se han lanzado en hordas a explicarla, en función de su título (literalmente, del griego, el anti-ungido por Dios), de los elementos que estructuran y definen su prólogo y tres partes (nombrados según los tres estados del duelo humano), y la violencia ejemplar (y no por brutal menos simbólica) de la que hace gala para causar, en igual medida, estupor, repudio y fascinación.
Anticristo es una película de fórmula, Von Trier ha sido cuidadoso en deconstruir los elementos que articulan el thrillerhollywoodense para hacer un retablo ejemplar del hombre contemporáneo, enfrentado, más allá de comodidades y desarraigos, con una animalidad ancestral que se impone sobre todo discurso para conjurar su propio miedo y afirmarse como instinto de supervivencia. Los personajes no reciben nombre, son Él y Ella (encarnados por Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg), un matrimonio que ha perdido a su hijo en un accidente desafortunado. Von Trier, con un bellismo digno de product shot, muestra en el prólogo a la pareja en coito afanoso mientras su hijo se tira por la ventana abierta, tentado por el blanco de la nieve que cae. Ella es internada debido a la culpa y dolor que siente; Él –cegado por su orgullo- insiste en sacarla de la institución psiquiátrica, quitarle las drogas y llevarla a una casa en el bosque para curarla. No se trata, sin embargo, de la representación de una pareja moderna sino de una proyección arquetípica de su bagaje cultural, conjurado a la luz de la razón, pero dispuesto a manifestarse –como horror de cuento de hadas- en el límite de la provocación. Se trata de una tragedia doméstica llevada al orden de lo sagrado; una puesta al día sobre los demonios antiguos que viven su latencia más allá de un orden establecido, no como una amenaza sino como una certeza antigua que conjura toda aspiración sobrehumana. El mal es inherente a la condición del hombre; la belleza es atroz.
Al final, no hay cura posible, sólo dolor y muerte. Entregado a los lugares comunes de la escatología religiosa, Von Trier apela sin tapujos por igual al grotesco del Bosco como al desfile zombi de George A. Romero para un catálogo razonado del imaginario del fin de los tiempos del hombre del siglo XXI, tan cerca de las oscuridades medievales como de los prejuicios sublimados por el cine serie B de los años sesenta.
No es el mejor momento del director danés, y sin embargo, ha sido el que más controversia y polémica ha causado. Lars von Trier es un tramposo irredento; eso sí, un tramposo genial.