Aquí pueden ver nuestra Entrevista con Kleber Mendonça Filho
El libro del húngaro Laszlo Krasznahorkai sobre el que fue basada Werckmeister Harmonies, una de las obras maestras del también húngaro, Béla Tarr, se titula Melancolía de la resistencia. Y bien podría ser el subtítulo de Aquarius. O algo parecido: Melancolía y resistencia. Porque son los dos pilares sobre los que se sostiene el segundo largometraje de ficción del antes crítico de cine, Kleber Mendonça Filho, que se sitúa mayoritariamente en un antiguo y muy lindo edificio de apartamentos, ubicado en la acera contraria del paseo marítimo de Recife, en Brasil. A partir de que finalizan los créditos iniciales, a manera de introducción, el director emplaza uno de esos dos pilares y, simultáneamente, deja sentado el tono y el concepto de su filme: una serie de postales, fotos fijas en blanco y negro, muestran desde distintos ángulos y panoramas una ciudad que entonces, seis décadas atrás, era nueva, acompañadas de Hoje, una canción que destila nostalgia, interpretada por Taiguara.
En los últimos compases de la música, la pantalla adquiere movimiento y también color, pese a tratarse de un plano nocturno dominado por la oscuridad, en la que apenas se distingue la extinción de las olas del mar y su relajante rumor; en él se presenta el nombre del primer capítulo, “El cabello de Clara”, y el año en que se desarrolla: 1980. Entonces, una especie de evocador prólogo nos recibe. Primero con Clara (Bárbara Colen), su hermano y cuñada que, paseando en coche, se detienen en la playa para escuchar, a todo volumen, una canción recién estrenada: Another One Bites The Dust, de Queen, que anuncia el espíritu, la energía y el ánimo de esa temporada en la vida de Clara y los suyos; y, asimismo, la importancia que tendrá la colección de canciones elegidas para nutrir el filme. Después, en la emotiva fiesta familiar que se ofrece a la Tía Lucía (Thaia Perez), una bella mujer de gallarda presencia, iconoclasta, que en su juventud fue campeona en voleyball y ping-pong, tocaba la guitarra, piano y violín, fue actriz de teatro, licenciada en derecho, estuvo en prisión por defender los derechos campesinos en épocas de dictadura brasileña y, como ella misma se jacta, fue pionera también en la liberación sexual femenina. Se celebra su cumpleaños setenta y también su contribución al empoderamiento de la mujer brasileña, en su departamento. Un caso excepcional para la época en que creció y se desarrolló, en un país latinoamericano, y un referente para las mujeres que crecieron cerca de ella o que tuvieron la fortuna de conocerla y relacionarse con ella. Como Clara, su sobrina, enamorada de su esposo, a quien agradece todo el apoyo y amor demostrado durante su padecimiento del cáncer de mama.
Y de estar en el jolgorio del baile en la fiesta la historia se precipita, en una ingeniosa y sugestiva transición, hacia ese mismo sitio, pero en el presente, si bien todavía con vestigios de la canción que estaban bailando en el pasado. Ahí aparece Clara (Sonia Braga), entonces ya una mujer sexagenaria, crítica de música, viuda, que habita sola el departamento que le heredó su tía desde el que, a través de varias ventanas y una terraza con todo y hamaca, se puede gozar de la siempre reconfortante vista del mar. En su refugio, Clara se relaja, escucha y canta a Queen, camina hacia la playa de enfrente (Boa Viagem), de vez en cuando recibe a sus tres hijos (en ocasiones se confronta con ellos, particularmente con su hija) y, en general, disfruta los días, se disfruta a sí misma. Es una mujer fuerte que, pese a las heridas que la vida le ha ido dejando, se siente muy cómoda en su cuerpo y en su alma; siendo quien es, viviendo como vive, en donde vive, ahí, en su casa.
Es, pues, también el filme sobre una relación de amor entre los dos protagonistas: Clara y su departamento. Un vínculo que se ha urdido a lo largo de muchos años, dentro de los que han ocurrido, ahí dentro (y a sus alrededores, por supuesto la playa entre ellos) una amplia variedad de cosas en cada uno de ellos. Ahí vivió profundamente unida a su marido, ahí crecieron sus hijos, ahí terminó de hacerse mujer, madre, ahí enviudó. Ahí cocinó, hizo el amor, compartió cuentos, ayudó a hacer tareas, leyó, escribió, guardó luto, lloró, rió, durmió. Ahí vivió. Y quiere seguir viviendo, hasta que deje de vivir.
Pero ocurre que, en el mundo actual, prevalece una obsesión por sepultar el pasado, lo que huela a viejo, lo que guarde historia (y sus historias), lo que custodie cicatrices que simbolicen vida, que resguarde experiencias de otros tiempos y que tenga personalidad propia. La tendencia es suplantar lo tradicional por lo nuevo, lo resplandeciente, lo moderno, aunque no sea original, que comparta personalidad con muchos otros de su especie iguales o parecidos, (sean edificios, coches, vestuarios…), en este desenfreno contemporáneo por la homogeneización. Dentro de ese conflicto, se inscribe el meollo de la trama. Una compañía desarrolladora se va apoderando, uno a uno, de los departamentos que componen el edificio donde reside Clara. Ella empieza a recibir catálogos que explican en lo que se convertirá esa obra, pero no se da por enterada. El dueño de la empresa, un viejo al que parece conocer desde hace tiempo se presenta, amablemente, a su hogar acompañado por su nieto, que recién regresó de estudiar en EEUU y se ha incorporado a la constructora con la responsabilidad de llevar a cabo ese proyecto. El viejo intenta persuadir a Clara para que les venda su departamento, uno de los ya pocos que les faltan por adquirir, para poder proseguir con su plan de derrumbar el edificio (Aquarius) y construir uno que lo suplante (Nuevo Aquarius). Clara se niega rotundamente y, les aclara, no habrá modo de que la convenzan de hacerlo. Pero la presión sobre ella se incrementa cotidianamente y va quedándose sola en el edificio hasta que, por fin, se convierte en el único obstáculo existente para que se concrete el lucrativo plan modernizador.
Clara heredó lo mejor de la Tía Lucía, además de su departamento. Su garbo, su valor para rebelarse contra lo establecido, su noción del deber, su decisión y capacidad para exprimir la vida como le venga, su honor. Con esa actitud es que Clara se planta frente a quienes tienen más poder que ella, contra fuerzas que la rebasan para evitar una injustica, que además es en su contra. Lo suyo es una actitud de resistencia. Sin perder jamás el decoro, ni la decencia, asumir que la defensa de la integridad es también una responsabilidad. Que la pérdida de la dignidad significa capitular ante tus propios valores. Y, al mismo tiempo, Clara representa un pasado que se niega a morir, que exige ser preservado, valorado e integrado al presente. Su figura (la de Clara a través de Braga) evita que el planteamiento quede como la postulación de la idea romántica del pasado glorioso contra un presente tenebroso. Por el contrario, ella es alguien que nunca renuncia a rescatar lo valioso del pasado pero no vive anclada en él, viviendo solo de recuerdos; Clara no se niega a adaptarse y disfruta plenamente el presente. Entiende y asimila con garbo la conexión indisoluble entre uno y otro. Aunque, en cuestión musical, parece haberse quedado estancada en Queen, Roberto Carlos, John Lennon y otros contemporáneos; no llegó ya a Daft Punk, y menos a Jungle. Es una abuela moderna pero no tanto como, quizá, a ella misma le gustaría creer.
Con dos brochazos, firmes ambos, Mendonça Filho plantea y resuelve dos temas complejos de la realidad brasileña (que tienen ecos en toda Latinoamérica y en muchos sitios del mundo): la clase y la raza. Sobre el primero, despliega una secuencia en la que Clara y su hermano, esposa e hijos de aquél, animados bebiendo vino, revisan fotos de años atrás. Ludjana (Zoraide Coleto), la mujer del aseo, compañera de años de Clara, con quien mantiene una relación casi familiar, cercana a la amistad –en otra secuencia vemos a Clara, un sobrino y su novia atendiendo una fiesta de cumpleaños de Ludjana, en la azotea del edificio donde vive, que regala una hermosa vista de Recife- está atendiéndolos pero al escucharlos tan animados decide incorporarse a la conversación y saca de su cartera la foto de su hijo muerto hace no mucho (atropellado por un borracho, al que no procesaron) y se las enseña. La familia, incluyendo a Clara, no sabe cómo reaccionar y su intento de empatía deviene grotesca indiferencia. “Los explotamos, roban de vez en cuando y así, sucesivamente” había dicho poco antes la cuñada de Clara, señalando esa distancia que parece insalvable entre patrones y empleados domésticos.
En la otra, Clara (ahora en el otro lado de la ecuación de la jerarquía social) y Ludjana encaran al nieto del dueño de la constructora, debido a situaciones que están ocurriendo en el edificio que advierten como claros intentos de intimidación en su contra. El joven (blanco, de rasgos europeos) que hasta entonces había aparentado ser cortés y caballeroso, se muestra cínico, soberbio (presume su status y estudios en EEUU) y en un arrebato de burdo paternalismo, intenta humillar a Clara diciéndole que entiende y admira lo que alguien de su color debe haber padecido para poder tener lo que ella ahora tiene.
Aquarius es un filme de los que son capaces de, a partir de una historia concreta, local, exponer problemáticas universales, que reverberan en asuntos de calado a escala mayor. Es evidente leer en él, por ejemplo, más de un aspecto de la grave situación social y política que ha sufrido Brasil en los últimos años. La explosión de la corrupción y los malos manejos gubernamentales en gobiernos de izquierda y derecha; la misma crisis de legitimidad política y encono social que se vive por doquier y que ha permitido enriquecerse burdamente a unos cuantos. Esto aterrizado en la implacable misión de las fuerzas del mercado para generar ganancias a solo unos cuantos, conducidas por individuos a quienes no les importan las historias personales, ni las colectivas, los culpables de una gentrificación que en su búsqueda de la ganancia económica borra identidades sociales, elimina arraigos y, si es indispensable para conseguirlo -el filme lo retrata bien-, aterroriza a quienes se les interponen con su objetivo y pasa sin misericordia por encima de ellos, aplastándolos. Sobre todo si los agredidos no resisten, como Clara.
Visualmente, Aquarius es un filme muy bello, siempre bien iluminado y fresco, con tonos cálidos en su recuperación del pasado, y orientados hacia el blanco para retratar el presente. Kleber es cuidadoso al momento de elegir sus encuadres, repetidamente buscando aprovechar la propuesta estética para enfatizar su discurso (en la forma que retrata minuciosamente el apartamento, pero también los peligros que acechan a Clara y, claro, su relación con el mar). Una cámara que es ágil, pero no teme la quietud cuando es necesario y, en todo momento, utiliza el espacio como componente integral de la puesta en escena. En ocasiones, recurre al uso de zooms acelerados y bruscos (como de programa de televisión), pero también a las tomas de detalles que acumulados ayudan a crear atmósferas. La nostalgia está permanentemente presente, pero el filme evita desplomarse en sus territorios. El ritmo se adhiere al de la vida de Clara, quien no tiene prisa, pero tampoco está lista para simplemente dejarse gobernar por el paso del tiempo.
Y así, libre, Clara es también una mujer madura poco convencional en relación al sexo. No tiene miedo a buscarlo, mucho menos a encontrarlo. Si no es con un hombre de su edad, será con un escort, recomendado por una amiga. Necesita satisfacer esa parte de su vida, lo hace y lo disfruta, sin culpas y sin demasiadas reticencias. Y ahí está Braga para infundir de pasión sexual al personaje de Clara; su vasta experiencia fílmica la respalda, en esto y en toda la baraja de recusos con los que borda su rol de modo excepcional, lleno de fuerza, de verdad, también de vulnerabilidad, de humanidad, una clase magistral de actuación. Es Clara una anciana y una niña, todo junto, ella misma reconoce. Una mujer que, antes de entrar a la etapa crepuscular de su vida, está decidida a, contra todo, librar una última gran batalla contra quienes tienen más poder, contra el abuso. Y, al hacerlo, transmite el testimonio de la actualización posible del papel que puede y debe cumplir la mujer en la sociedad latinoamericana en estos convulsos días. Le guste a quien le guste.