Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)
Matrimonios fracasados, añejas infidelidades, rebeldía e indisciplina adolescente, desconfianza en sí mismos, relaciones incestuosas, menosprecios constantes, insultos espontáneos, insistentes recriminaciones, gritos absurdos, bromas crueles, insinuaciones pedófilas, enfermedades y adicciones. Ese es el banquete y la sobremesa que ofrece una familia disfuncional de Oklahoma en August: Osage County (2013), dirigido por John Wells (The Company Men, 2010).
En la obra original –escrita para teatro por el ganador del Pulitzer, Tracy Letts, quien también se encarga del guión cinematográfico– el escenario se limita a una casa vieja construida con madera; es una especie de caverna, de útero, de cárcel, de sarcófago. Un espacio del que difícilmente los personajes –reminiscencia de aquellos seres frustrados por su existencia, y desilusionados por el vínculo opresor que los mantiene unidos a sus familiares que describieron los dramaturgos norteamericanos, Eugene O’Neil y Tennessee Williams– pueden escapar. Con una larga trayectoria como productor de series de televisión, John Wells mantiene la claustrofobia (elemento primordial en la puesta en escena) y la atmósfera de encierro sin la necesidad de que todo el filme se lleve a cabo al interior. En pantalla, la cueva se abre. Se recorren las cortinas obscuras que impiden la entrada de luz solar y que imposibilitan identificar si es día o noche; se abren las ventanas para que leves destellos del aire se asomen y refresquen las sudorosas espaldas de los personajes. El confinamiento se agota, y se incluye el exterior; la fotografía de Adriano Goldman (Jane Eyre, 2011; The Company You Keep, 2012) capta de manera muy sobria la penumbra de la casa y los sofocantes paisajes de Oklahoma. Enormes y claros cielos, intensos y brillantes rayos del sol, infinitos horizontes y las amplias llanuras conforman el paisaje veraniego del condado de Osage, lugar donde se lleva a cabo el relato.
La voz en off de Beverly (Sam Shepard), poeta melancólico y patriarca de la familia, cita a T.S. Eliot: “la vida es muy larga”. Sólo para después, con una actitud sosegada (cabizbajo y desinteresado ante cualquier discusión o conflicto) y por decisión propia, colocar el punto final a su largo enunciado; opta por desaparecer sin notificarle a nadie, para que luego su cadáver sea hallado en un lago. El funeral sirve para reunir a la familia y atiborrar de tristes personalidades y patéticas existencias una casa que parecía condenada a seguir vacía. De distintos puntos del país llegan Barbara (Julia Roberts), la mayor de las hijas, en compañía de su exmarido, Bill (Ewan McGregor), y su malhumorada hija adolescente, Jean (Abigail Breslin); Ivy (Julianne Nicholson), la hija mediana, callada y tímida que mantiene un secreto que resulta mucho más grande de lo que ella misma cree saber; y Karen (Juliette Lewis), la más joven, desenfrenada e ingenua, que llega acompañada de su novio, Steve (Dermot Mulroney), un hombre de negocios y estafador. También hacen acto de presencia los tíos, Charlie (Chris Cooper) y Mattie Fae (Margo Martindale), padres del “pequeño” Charles (Benedict Cumberbatch).
Todos ellos sólo son las piezas del engranaje que tiene como motor a la matriarca de la familia, Violet (Meryl Streep). Una monstruosa consumidora de píldoras, una mujer desaliñada de rostro pálido que sufre cáncer de boca. Esconde su ausencia de cabellera con una peluca, y oculta su demacrada mirada con unas enormes gafas negras. Está satisfecha de su vida, y orgullosa de su carácter, y en lo absoluto, jamás demuestra autocompasión, aunque la finge si es necesario para manipular, controlar o perjudicar a alguno de los miembros de su familia. Es uno de esos grandes personajes que el público ve, ya sea arriba del escenario o en pantalla, y sabe que no decepcionará porque, de algún modo, se vuelve el propulsor del relato. Es el personaje central que orquesta el comportamiento y actitudes de los demás, ya sea mediante el desdén, el cinismo o el ataque directo y agresivo. Insulta a su esposo, menosprecia a la mujer que fue contratada por Beverly para que la cuide, e insinúa que una de sus hijas es lesbiana.
En la cena, después del funeral de Beverly, Violet toma asiento en la cabecera de la mesa y ordena a los cuatro hombres presentes –sin importarle el calor sofocante– que se coloquen sus sacos, pues están en un funeral, no en una “pelea de gallos”. La insolente matriarca enciende un cigarrillo descaradamente y, a pesar de que su lengua está en llamas debido al cáncer que padece, comienza a mirar a aquellos que la rodean sólo para determinar quién será su próxima víctima. Todos, cual animales hambrientos, pero eso sí, con cubiertos, manteles y copas de vino, se “lanzan” sobre los sagrados alimentos. Vitrinas y muebles se vuelven los tópicos de discusión entre madre e hijas, mientras que la más joven, Jean, debe pagar las consecuencias de ser una novata en un círculo familiar acostumbrado a las bromas pesadas; las carcajadas se impactan directamente sobre el rostro de la joven ofendida. De un tema a otro; de un estado de ánimo a otro. Una atmósfera voluble; un tono que cambia constantemente. Violet relata anécdotas que hacen ver a Beverly como un alcohólico y como un profesor irresponsable; sin ningún reparo habla sobre los aspectos negativos de un recién fallecido haciendo sentir incómodas a sus hijas, principalmente a Barbara que ha fracasado en su matrimonio, pero no es débil como Ivy, ni boba como Karen. “¿Pensaste que podías ocultármelo? Nadie puede ocultarme algo. Yo sé qué es qué”, y aunque con esas palabras Violet cuestiona exclusivamente a Barbara sobre su separación, en una serie de close-ups, los rostros afligidos de los demás se sienten interpelados. Están angustiados porque creen que Violet conoce los secretos y misterios que cada uno de ellos ha callado y contenido por tanto tiempo.
Horrible y ofensivo, pero también certero y crítico. Ese es el papel de Violet; Streep lo entiende y ejecuta con la madurez y esplendor que la caracteriza. Asume su personaje como el principal atractivo del filme; su apariencia, su carácter y su desempeño. En su primera escena, Meryl Streep baja tambaleándose por las escaleras, fuma y le grita a su esposo. El tono –ofensivo y cómico–, es bien ejecutado, ocasionando que “el bien” y “el mal” cohabiten en ella. Violet es, por sí misma, una especie de actriz que, mediante gestos, posturas y palabras, trata de llamar la atención de los demás, montando su propia puesta en escena al interior de su casa (cortinas obscuras, muebles viejos, habitaciones descuidadas) para hacerse sentir presente ante sus hijas. Es el funeral de Beverly, pero es la ocasión perfecta para que Violet brille en el escenario ante su más preciado público, sus hijas. Streep es brutal en su actuación, en el sentido que, de manera iracunda, deposita “todo” en su personaje; impone castigos, revela secretos y reta de frente a su contrincante. Cada que habla parece que escupe la toxicidad de la enfermedad; de la gentil risa, empleada sólo como una hábil máscara para disimular, transita a un estado casi demoniaco. Desde el diseño de su autor, el dramaturgo Tracy Letts, y la ejecución de Streep, Violet es una combinación, pero con un poco más de humor, de la Madre Coraje de Bertolt Brecht –aquella que sacaba provecho del dolor ajeno en el contexto de la guerra– y Mary Tyrone, adicta a la morfina que regresa a casa para discutir con sus hijos en Largo viaje hacia la noche de Eugene O’Neil.
Y aunque la banda sonora, a cargo de Gustavo Santaolalla y acompañado de algunas canciones de Bon Iver, Kings of Leon y Eric Clapton, crea perturbadoras, melancólicas y vergonzosas atmósferas (como la secuencia donde Violet, a medianoche, baila, y la policía irrumpe en su casa), el desenlace es poco contundente; la resolución del conflicto, o en este caso, del abanico de conflictos, carece de la fuerza y convicción que se requiere para un personaje tan enérgico como Violet. Es más bien la representación de un retazo de la vida de personas comunes con dramas propios; personajes que están al borde del fracaso y de la autodestrucción. Seres que están incómodos de regresar a la vieja casa, pero que en su interior, se sienten igual de sombríos y descuidados. Ensimismados, se aferran a atesorar sus miedos y guardar sus secretos, y así, difícilmente, el espectador puede identificarse o sentir empatía por ellos.
Las huidas y decisiones de los personajes son arbitrarias. En un ejemplo, Charlie le pone un alto a su esposa para que deje de insultar y menospreciar a su hijo. El director socava el impacto de la escena; Charlie sale, y la cámara se queda “flotando” en el interior, para, desde ahí, mirar hacia fuera donde el hombre sólo permanece de pie, sin hacer nada, como si el actor hubiera abandonado el escenario y estuviera, ahora, en el camerino, pero el espectador lo sigue viendo. La continuidad es suspendida. Wells parece perdido y no comprende el juego que propone Letts; el filme se asume como un complejo drama familiar, mientras que la obra es una comedia muy oscura. Posiblemente ahí, y no en la adaptación del guión –Letts, acertadamente, “recorta” su propia obra para ajustar la larga duración de la representación teatral–, en esa aspiración a cambiarle el tono e imprimirle un sello particular, se abrieron las grietas que imposibilitan que el relato se condense. Wells dirige a los actores para que las escenas individuales salgan adelante, pero en conjunto carece de la cohesión para que todos los personajes transmitan su pasado compartido, a excepción de Julia Roberts, quien abandona el glamour y deja de ser la “mujer bonita” para interpretar a una mujer madura; es la única con la fortaleza de encarar a la matriarca; el miedo de perder a su marido por una mujer más joven y el pavor de convertirse en “algo” parecido a su madre es lo que la motiva a actuar. August: Osage County es un panorama, no de las bochornosas llanuras de Oklahoma, sino de los sueños no cumplidos. Seres decepcionados de su vida, de su familia, y de su proyecto de formar otra familia. Miedosos y tímidos; soberbios y engreídos, pero todos sumidos en la caverna, en el útero, en el sarcófago que creyeron habían abandonado hace años, y que ahora regresan sólo para percatarse que se han hundido todavía más.