Lee aquí nuestra Reseña de Birdman
Lee aquí nuestra Reseña de The Revenant
Ve aquí nuestra Entrevista con Alejandro González Iñárritu (Biutiful)
Desde Birdman, el segundo largometraje de su filmografía -en el que participó activamente para la escritura del guion-, Alejandro González Iñárritu desnudó con claridad su preocupación por, además de reflexionar sobre los enigmas involucrados en el proceso de creación artística, particularmente acentuar su exploración alrededor de los auténticos resortes que motivan al creador a exponer su trabajo a un público, a su audiencia; y, después, si al hacerlo lo plantean desde la honestidad e integridad artística e intelectual o bien desde el artificio efectista que hechiza con tanta facilidad a los ingenuos, a los neófitos y a los simples con tal de lograr la ansiada validación de los demás, de la crítica, de los pares, incluso por encima de la satisfacción del creador mismo. Se es artista o artesano. En realidad ya antes, en otros proyectos, aunque de manera más oblicua y a partir de historias con relación menos evidente a estos temas, también había empezado a plantear pugnas internas a través de un protagonista que busca reconciliarse consigo mismo. Lo platicamos con él cuando presentó Biutiful en el London Film Festival, en el 2010.
Ahora, con Bardo (o falsa crónica de unas cuantas verdades), González Iñárritu lleva esta confrontación al espejo hasta el extremo, al menos desde su óptica, incluso colocando al personaje central como su alter ego, uno muy literal pues no únicamente le sirve como manantial a través del que puede verter cavilaciones que son muy suyas, en un contexto mucho más cercano a él que el que planteó en Birdman (empezando por encarnarlo en un director de cine mexicano que decidió irse a Los Angeles, justo como hizo él), sino de plano trazándolo con múltiples rasgos idénticos a los suyos (desde la colonia en México donde Iñárritu se desarrolló, la Narvarte; su paso por una televisora, Televisa; su cercanía familiar con un equipo de futbol, el Club América), incluyendo el segundo apellido de su padre que comparte con el primero del protagonista de este filme, y hasta el peinado y la forma de vestir que en algunas secuencias las características del plano y la iluminación hacen pensar que en realidad estamos viendo a Alejandro González Iñárritu, no a Daniel Giménez Cacho encarnando al protagonista del filme. La realidad escarceándose con la ficción del cine.
En un pasaje desértico en la inmensa frontera que comparte México con Estados Unidos la sombra de un ser humano parece ejecutar continuamente una pirueta que oscila entre el salto al vacío y el vuelo liberador. ¿Se trata de un migrante tratando de cumplir su sueño de escapar de su opresiva realidad? En realidad (bueno, en la realidad de la película) es, eh, eso: un sueño. El filme inicia con esa declaración de principios, pues lo que veremos será contado recurriendo insistentemente a los vagos códigos de lo onírico y el título (y el subtítulo) lo anuncian de entrada, al menos en parte. Pero, ¿quién está soñando?
El que sueña es Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho), un aclamado director mexicano de documentales que decidió dejar su amado país para ir a buscar el éxito y la estabilidad familiar en Estados Unidos. Está a punto de recibir un premio muy importante allá, uno menos trascendental acá. Y es en ese cruce coyuntural de su vida -en el que también se instalan su edad (la entrada próxima a la adultez mayor), la relación con su esposa e hijos y, muy significativamente, la permanente presencia de la ausencia definitiva de un hijo apenas nacido (que funge como guía que articula buena parte de la convulsión que lleva dentro -y que recuerda en parte al extraordinario libro de Imre Kertész, Kadish por el hijo no nacido- en cuanto a cancelación de un futuro posible, con toda la simbología que encapsula)-, es en esa encrucijada, decía, que este sujeto con estatus de celebridad por mérito y no por fama efímera se detiene (así sea por un instante, dentro de la vorágine que es su vida y su misma cabeza) a cuestionar quién es verdaderamente, cuáles son los auténticos ejes de su vida, qué le ha representado el éxito, a qué necesidades internas respondió la afanosa obsesión por alcanzarlo, qué cicatrices le ha dejado en el alma esa búsqueda, y cómo ha afectado a quienes le son más cercanos esa misión autoimpuesta por encontrar la aprobación constante de los otros, esa vocación por demostrarse demostrándoles.
Pero también hay otra preocupación fundamental que atormenta a Silverio, y tiene que ver con la relación que guarda su historia con la de su país, México, además ésta vista desde los ojos de quien se fue de aquí para cimentar una nueva vida en Estados Unidos. El periplo del migrante (esa figura a un tiempo trágica y esperanzadora), pero vista desde el ángulo del viajero privilegiado, el que no tiene que padecer el viacrucis del paso fronterizo, ni la falta de papeles, ni de trabajo bien remunerado, ni de ahorros pero que, incluso siendo admirado, no termina de ser aceptado del todo en un sitio en donde no nació ni tiene arraigo genuino. Por lo que, igualmente, Silverio acaba sufriendo la gran ironía del desterrado: no ser (diría Facundo Cabral) ni de aquí, ni de allá; quedando en un limbo territorial que deviene existencial: “bardo” como estado intermedio entre dos vidas en la tierra, del que habla el pensamiento budista; la transición entre la muerte y la especie de renacimiento que en el interior de su alma también quiere experimentar Silverio.
La mente de este hombre no descansa; es un torbellino de ideas que dispara reflexiones filosóficas (algunas profundas, otras más autoconscientes y autocompasivas, unas más simpáticas, varias francos disparates) de forma muy similar a como lo hacía Alejandro González Iñárritu, entre canción y canción, durante su época como conductor de radio en WFM (la más completa y atractiva estación de radio chilanga de los ochenta). En un momento de solemnidad, Silverio advierte que “la memoria carece de verdad; solo tiene convicción emocional”. Porque los recuerdos, lo sabemos, suelen ser elusivos, cuando no de plano tramposos. Recordamos más el cómo nos sentimos en un momento dado del pasado, cuáles fueron nuestras sensaciones en algún contexto específico, que realmente qué fue exactamente lo que sucedió; cuál fue la sucesión exacta de lo acontecido. Una especie de justificación sobre su vida, pero también sobre su obra.
Pero si al mismo tiempo es cierto, como caviló Octavio Paz, que “La memoria es un presente que nunca deja de pasar” entonces, queda claro, vivimos constantemente pisando terrenos fangosos, recreando incesantemente la alegoría de la caverna de Platón. Son pocas las certidumbres con las que estamos equipados para enfrentar nuestro día a día. Quizá por eso reina la confusión en el mundo y vivimos con tanto desasosiego. En buena medida es debido a ello, pues, que Silverio vive sofocado emocionalmente por un malestar existencial. Ya Giménez Cacho interpretó antes (en Zama de la fabulosa Lucrecia Martel), un personaje afligido por angustias similares, aunque en un entorno muy distinto, construido de modo radicalmente diferente. Ya se la sabe, pues.
Una de las auténticas funciones del arte es la catársis. Según Aristóteles, la tragedia, a través de la compasión, provoca una purificación de los afectos. Y, sería innoble no reconocerlo, Bardo lleva al espectador a ese estado en muchos momentos de su construcción narrativa. Empero, también es cierto, en otros tantos, es González Iñárritu mismo quien se interpone para lograrlo; su incapacidad para contenerse, para domar sus impulsos lo autosabotea. Repetidamente es vencido por lo que parece ser (él mismo lo reconoce a través de Silverio) una irrefrenable necesidad de aprobación permanente. Quiere ser admirado y adorado y parece capaz de cualquier cosa con tal de lograrlo, incluso de traicionarse o, cuando menos, interponerse entre sus intenciones más genuinas y lo que que representa la creación más personal de su carrera como realizador de cine.
Porque no es suficiente su voluntad por, según él, -creyéndose más listo que su potencial audiencia- inmunizarse de toda posible crítica al señalar él mismo, a través de su alterego (como lo hacía Eminem en las batallas de diatriba hip-hopera en 8 Mile, adelantándose a sus rivales en señalar sus propios defectos o puntos débiles), todas y cada una de las críticas que recibirá su obra, particularmente ésta en la que ha decidido (tanto Silverio como él, Alejandro, mediante Silverio) desnudar sus temores, sus heridas, sus limitaciones y, sí, también sus complejos.
Su ejercicio de stripteasse artístico habría adquirido un valor mucho mayor si no se hubiera desnudado rodeado de tanta pirotecnia; si se hubiera atrevido a mostrar su alma esquivando la tentación por, casi en cada escena, atropellarse con su necesidad de demostrar lo virtuoso que es como director, como mago consagrado en la espectacularidad. Porque, en realidad, los momentos más poderosos del filme (las secuencias de Silverio con su padre fallecido en el baño del California Dancing Club -donde Let's Dance de Bowie a capella parece un capricho, pero uno gozoso y extático-; con su madre que padece demencia senil en la habitación que ahora es todo su mundo; con su hija en una alberca infinita poco antes de depositar las cenizas de Mateo -el hijo apenas nacido- en el mar -con Mi niña de José José, también a capella, precediéndola emotivamente-) se sustentan más en la honestidad de los diálogos, en las verdades que revelan y en la sencillez con que son resueltas (incluso considerando el efecto especial de la primera); no necesitan de fuegos artificiales para funcionar, para conmover al espectador. El recato lo engrandece; el reposo lo fortalece.
Para acometer una historia tan personal, desde la complejidad que González Iñárritu lo pretende, algunos lo emprenden desde la candidez (Paolo Sorrentino recién lo hizo de forma brillante con Fue la mano de Dios, 2021; James Gray hace más poco tiempo aún con su Armaggedon Time) o mediante el filtro de la autoparodia (como lo llegó a hacer Pasolini y repetidamente Woody Allen). Nada garantiza el éxito absoluto, pero la integridad plena sí es más fácil de detectarse. Tal vez si el director mexicano hubiera abordado este material tan íntimo desde la sátira intransigente, habría resultado mejor logrado y recibido con más empatía tanto por críticos como por el público.
El filme inicia planteado entre lo onírico y lo humorístico (poco se ha atrevido Iñárritu a internarse por esos senderos en su carrera, pese a que fue lo que lo hizo diferente como DJ, incluso como publicista y a que lo desplegó con brillantez en Birdman), incluso con chispazos de fina autodenigración, pero recula y progresivamente se toma demasiado en serio (tanto la historia como la figura protagónica, pese a que Silverio critica ácidamente a quienes lo hacen: “Quien no sabe jugar no es digno de ser tomado en serio”) inclinándose hacia el drama e, incluso, al melodrama, particulamente hacia el cierre del filme. Esas oscilaciones de tono solo los grandes como Fellini las dominaban. 8 ½ (1963) es claramente la referencia principal de Bardo (incluso la música quiere emular a la de Nino Rota en varios pasajes), aunque también es evidente que abreva de All That Jazz (1979) de Bob Fosse (¿o habrá sido más bien Birdman la que lo hizo? En todo caso, en Bardo Iñárritu se quita la máscara que portaba en aquel filme), e incluso hace guiños a otros filmes, como con el detalle de la mano gigante de Paisaje en la niebla (1988) de Theo Angelopoulos (sobre unos niños -hermano y hermana- que buscan afanosamente a un padre inexistente; ¿sus hijos?); es notorio que González Iñárritu buscó que Bardo fuera su obra maestra, su propio 8 ½ pero, me parece, quedó desorientado entre tanta referencia y metareferencia; entre el valor por mostrarse y el miedo a exhibirse realmente, a sufrir la humillación que su personaje fílmico vive temiendo.
Bardo-AGI encuentran buen escondite en el juego de la metareferencialidad para desde ahí postular sus autodefensas, inmunizarse por adelantado, debrayar cómodamente y, también, disfrazar sus falencias. No es una obra donde los sueños se funden con la realidad pues, tras las primeras secuencias, quedan bien delimitados los espacios que las separan. Parte de la narrativa que corre paralelamente a lo que es el relato del episodio de la vida de Silverio que nos es contado, son las excentricidades que, dentro de la trama, fabricó el documentalista para su más reciente filme, uno muy polémico y criticado (es la “falsa crónica de supuestas verdades” a la que alude el subtítulo del filme de Iñárritu -que es, de hecho, el título de filme de Silverio- y que, de cualquier modo, tiene resonancias directas en la historia de Bardo, de Silverio y, por tanto, de Iñárritu, y de cómo esperaba ya desde antes que fuera recibida su autobiografía hecha ficción), como el encuentro con Hernán Cortés que, ni con la visualmente impresionante pirámide de cadáveres que Silverio pisotea para llegar a su cúspide para encontrarse con el conquistador español, ni con la esgrima verbal sobre la mexicaneidad en la que abraza postulados de Octavio Paz en ese análisis supremos de la mexicaneidad que es El laberinto de la soledad para fortalecer sus elocubraciones, termina de cuajar.
En este caso, como en otros a lo largo del filme, se siente como si fueran más bien discusiones que ha tenido Iñárritu con sus amigos gringos allá, unas, o con algunos mexicanos acá, otras, trasplantadas de forma ingeniosa aunque poco sólida (se sienten arbitrarias por mucho que intenta deslizarlas con tersura) a su filme. Como si quisiera ser abogado del diablo con unos, y también con otros; como si se sintiera incomprendido en un lugar y en el otro, con aquéllos y con éstos, todo el tiempo perturbado, resentido, incómodo en su cuerpo y en su alma. Y ese caos que lleva dentro sí que se traduce en el resultado final del filme, de Bardo. Y, sí, seguramente ese caos es deliberado también, precisamente por eso, porque refleja el espíritu de Silverio, pero incluso dentro del desconcierto y la anarquía el tejido del hilo que trenza los distintos fragmentos para darles cohesión (con todo y la fabulosa forma en que introduce sus transiciones entre secuencia y secuencia) exige ser magistral. Y en este filme, en ocasiones lo es, pero en otras varias no. No es algo sencillo de lograr. No solo Fellini, pero igualmente Kusturica, Scorsese, acaso Sorrentino en La Grande Belleza son algunos de los que lo han conseguido mantener sin tropezones a lo largo de todo un filme.
En el aspecto formal, como suele hacerlo Iñárritu, casi todo es impecable. El trabajo fotográfico del iraní Darius Khondji registra los constantes momentos mágicos que Iñárritu conjura, con el encuadre preciso y los movimientos de cámara adecuados (le piden ser excesivo a ratos y eso entrega en 65 mm. y con muchos "ojos de pescado"), realzando el impresionante trabajo de Eugenio Caballero en el diseño de producción (fastuoso o sencillo, según el episodio) y las actuaciones; particularmente arrebatador el trabajo de Giménez Cacho al convertirse en alterego sin dejar de inyectar sus recursos y su piel para hacer al personaje menos desagradable, más vulnerable; porque resulta difícil compadecerse de una persona como la retratada, incluso si llegamos a identificarnos con algunos de sus rasgos, de su humanidad, debido a que son características que rechazamos en nosotros mismos. El actor consigue suavizarlas para acercárnoslo.
No es Bardo (o falsa crónica de unas cuantas verdades) ni la obra maestra que algunos quieren postular, ni el fiasco rotundo que otros desean sentenciar. Bardo conjura momentos geniales, otros de honda profundidad y unos más de una autocomplacencia feroz. El gran director entrometiéndose salvajemente en la obra personalísima del creador. El muy entretenido y emocionante e intermitentemente irritante ejericio narcisista, viaje del ego disfrazado de mea culpa, de búsqueda de redención o ¿lo contrario? Si le siguien resultando esquivas las respuestas a las preguntas que plantea su búsqueda, tal vez deba reformularlas, o exponerlas mirando al espectador a los ojos, sin seguir distrayéndose en su propio reflejo. Nos ha permitido saber que es un hombre solo, muy solo. A fin de cuentas, todos(as) lo somos.