Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)
A través de la metatextualidad, Berberian Sound Studio (2012) explora la inmersión de un hombre en la desolación, el aislamiento y la desesperación, en parte, por seguir con disciplina y cierta ceguera el amor a su trabajo –la producción, mezcla y grabación del sonido de una película–, en condiciones que se salen totalmente fuera de su control. La estructura del filme es la de las cajas chinas: hay una película (que no vemos) dentro de otra película (que vemos y oímos) para manufacturar un inquietante juego con el sonido y el espacio cinematográfico. La película (en la que vemos y oímos) es Berberian… y tiene como protagonista a Gilderoy (Toby Jones), un ingeniero de sonido que abandona su natal Inglaterra para trasladarse a Italia y trabajar en Il vortice equestre (película que no vemos, salvo por los créditos que se muestran al inicio de la función), un relato sobre unas monjas medievales que fueron quemadas al ser acusadas de brujería y que ahora regresan del infierno para vengarse de un grupo de chicas adolescentes de una escuela de equitación; un argumento que funciona como excusa perfecta para crear un festín de escenas de tortura y masacre.
Considerando que el cine de terror regularmente emplea la música y el sonido como elementos indispensables para la creación de atmósferas angustiantes (basta recordar “Tubular Bells” de Mike Oldfield para The Exorcist, 1973), el músico y director británico, Peter Strickland –admirador de la mezzosoprano vanguardista, Cathy Berberian, de ahí el título del filme,– decide comunicar el horror de Il vortice… no mediante imágenes, sino exclusivamente a través del recurso sonoro. Berberian… es un homenaje y, al mismo tiempo, una reinterpretación y crítica al cine giallo. Éste, como subgénero cinematográfico desarrollado en los sesenta y setenta en Italia, se caracterizaba por sus colores estridentes, artificiosas salpicaduras de sangre, lugares pintorescos, conspiraciones políticas, héroes decididos y hermosas mujeres acosadas por asesinos encapuchados. Sus máximos exponentes, Mario Bava, Dario Argento y Lucio Fulcio, recurrieron a argumentos basados en novelas policiacas (provenientes de autores ingleses y estadounidenses), pero centraron su atención –más que en el suspenso que genera la investigación detectivesca– en la descripción gráfica (audiovisual) de los asesinatos. Aunque quizá, el elemento común –de muchos de estos filmes– que Strickland recupera es la presencia del extranjero en tierra ajena: a veces era el asesino, pero también podría ser la víctima, el sospechoso o el detective amateur. Y cómo no interesarse en este rasgo que el propio Strickland vivió cuando realizó su primer largometraje, Katalin Varga (2009); gastó una herencia –proveniente de su tío– para escapar de Inglaterra rumbo a Europa del Este, y filmar en Transilvania, donde no hablaba el idioma.
Así como Nora –la protagonista de La ragazza che sapeva troppo (Mario Bava, 1962)– tiene que trasladarse de Estados Unidos a Roma para cuidar a su tía enferma y es testigo de un asesinato, el protagonista de Berberian…, Gilderoy, efectúa un viaje de Dorking –ciudad ubicada al sur de Londres–al reducido y claustrofóbico estudio de edición de sonido italiano para cumplir con su deber y ser testigo de otro tipo de atrocidades. Es un hombre fuera de casa que (irónicamente) produce, controla y manipula los sonidos, pero cuando los otros le hablan (en italiano) no entiende. Tampoco conoce las convenciones culturales de su nuevo sitio de trabajo (por ejemplo, el recibir un abrazo por parte de su nuevo jefe como señal de un simple saludo). Su flema inglesa –que lo hace alguien apegado a modales y reglas, celoso de sus espacios–, contrasta con la vivacidad e intrusión de los italianos con los que convive, agresivos, bruscos, desparpajados y despreocupados, más interesados en disfrutar que en llevar un orden. Al ser responsable y comprometido, invierte tiempo en el espacio de trabajo, y al ser un extranjero –solo y sin amigos– se refugia en su apartamento. El único vínculo que mantiene con el mundo exterior es el contacto epistolar con su madre, cuya intensa relación sirve para reforzar su carácter de hombre antisocial. Toby Jones interpreta con sobriedad el lento declive de su personaje; asume con convicción las posturas, gesticulaciones y reacciones particulares de una persona introvertida. El actor representa convincente y maravillosamente al hombre frágil situado en terreno movedizo y que en cualquier momento puede caer. El aislamiento, la imposibilidad de comunicarse, la frustración cotidiana y la tortura en la que puede convertirse el quehacer cinematográfico, cuando no hay dinero (en un inicio, el inglés sólo quiere que le devuelvan el dinero que gastó –bajo promesa de reembolso– en el boleto de avión; más adelante, no ve un centavo de su paga), ni un horizonte visible, lo orillan cada vez más a la oscuridad. Berberian… es un thriller psicológico que hace un estudio matizado de un hombre vulnerable, y la manera vertiginosa en que puede llegar a corromperse. Gilderoy es apasionado con su trabajo y busca reconocimiento más allá del ámbito local. Al tener cierto nombre en su país, tiene la ambición de proyectarse como artista del sonido en otros lugares, y ese es, quizá, el principal motivo para abandonar su zona de confort en Inglaterra, además de la admiración que siente por Giancarlo Santini (Antonio Mancino), reconocido director italiano encargado de Il vortice…, que, a pesar de su poca presencia física al interior del estudio, se vuelve una figura omnipresente, de la que todos hablan; nuevamente el sonido (las palabras y rumores, en este caso) materializa a la imagen y el poder de su influencia.
En contraste con Katalin Varga, un relato de venganza filmado con muchas locaciones al exterior y con luz natural, Berberian… es un encierro total de principio a fin. Hay dos lugares esenciales donde se llevan a cabo las acciones del filme: el apartamento de Gilderoy y el estudio de sonido. Strickland los conecta a través de los trucos que permite la edición. Al interior de su apartamento, Gilderoy atrapa una araña en una hoja de periódico, se aproxima a su ventana para arrojarla hacia el exterior y sopla suavemente, la araña cae sobre una col que está en el estudio. Es un corte arbitrario que genera desconexión y confusión sensorial, pues provoca que los dos espacios, totalmente distintos, sean unificados (temporalmente) y parezcan cercanos (espacialmente). El recurso enfatiza las impresiones y sensaciones de Gilderoy respecto al espacio; está tan ensimismado en su trabajo que ni siquiera existen los trayectos al exterior, o probablemente todo ocurre en su cabeza abrumada y desconcertada. Mediante el uso de extremos close ups, que enfatizan la mecánica del estudio (diales, loops de cinta, máquinas, micrófonos, aparatos de grabación, ecualizadores de frecuencias, condensadores, potenciómetros), se nos priva de un verdadero sentido de ubicación geográfica. Al igual que el protagonista, hemos sido arrojados a un espacio laboral oscuro, e incluso kafkiano, pues, como sucede en el relato del escritor praguense, El castillo –donde un hombre es contratado para realizar un trabajo al interior de un espacio, cuyos propietarios no le explican con exactitud el sentido de su labor–, Gilderoy tiene que lidiar con el malhumorado productor del filme, Francesco Coraggio (Cosimo Fusco); cuando no está vociferando a las actrices, se desquita con el ingeniero de sonido por sus “malos modales”.
Spoiler alert
Las desconcertantes transiciones espaciales se hacen más relevantes en una escena culminante: el protagonista, en su apartamento, oye que alguien toca el timbre y cuando se dispone a abrir se percata que intentan entrar a la fuerza. Desesperado, coge un cuchillo y abre. Inmediatamente, entra a un espacio con una turbia obscuridad, que lo conduce al interior del estudio de sonido. Se enciende la luz blanca del proyector y Gilderoy es testigo de cómo se vuelve parte de la película en la que está trabajando. Se ve a él mismo en la proyección hablando en italiano –¿acaso ha sido absorbido y succionado por el giallo? ¿ha dejado de tener la certeza de quién es?–. El sonido comienza a deslindarse del movimiento de sus labios; Gilderoy mueve la boca, pero las palabras en italiano no provienen de él, sino de la banda sonora. Se trata del desprendimiento de sí mismo –su manera de ser, actuar, pronunciar no corresponden a su habitual comportamiento. También es un metacomentario sobre la manera de incrustar el sonido en las imágenes; es un juego que se manipula desde el cuarto de edición. La imagen proyectada de Gilderoy se quema; un pedazo de celuloide quemado funciona como metáfora de la fragilidad de su temperamento. La fragmentación explícita del filme –parecida a la empleada por Ingmar Bergman en Persona (1966)– indica el desconocimiento de Gilderoy no sólo del filme en el que trabaja, sino también, ahora, de sí mismo. Se reafirma la ruptura del proceso de creación –que también es mostrada cuando una actriz, molesta con el director, decide estropear las cintas de audio para que el filme comience desde cero–. La construcción de un filme significa la deconstrucción de un hombre. La representación visual de su colapso psicológico recuerda Outer Space (1999), filme experimental de Peter Tscherkassky, donde una mujer entra a una casa obscura y su tránsito por las habitaciones y pasillos se vuelve una pesadilla al ser atacada por el proceso de proyección de la imagen cinematográfica. La crisis convulsiva de Gilderoy es depositada en los marcos de la pantalla mientras es aniquilado al interior del celuloide.
Fin del spoiler
Conforme el filme avanza, Gilderoy se involucra cada vez más en la trama de la película en la que trabaja. Experimentamos cómo las sandías se transforman en vísceras cuando son aplastadas creando una orgía de sonidos violentos. La promulgación de esta violencia tiene una carga especial para Gilderoy: ante el aislamiento que sufre, su trabajo se vuelve un mecanismo de expiación y alivio, que al mismo tiempo refuerza su alienación y desasosiego. Probablemente, lo más preocupante del filme es que nosotros, como espectadores, nos volvemos cómplices de la tortura psicológica a la que es sometido Gilderoy: permitimos que sufra en nuestra pasividad como audiencia. Estamos –de algún modo– sometidos por la obediencia que le rendimos a las figuras de autoridad; la manera en que asumimos, como espectadores de cine, el discurso audiovisual que propone un director de cine. Francesco es la autoridad encargada de dictar las dinámicas al interior del estudio; establece los estándares profesionales con los que Gilderoy debe trabajar y lo obliga a participar activamente en los actos de tortura. Por ejemplo, cuando los gritos de las actrices son de bajo rendimiento o mala calidad, Franceso –acostumbrado a crear autoridad infundiendo miedo– obliga a Gilderoy a que resuelva el problema, a veces mediante la manipulación de los dispositivos, pero en otras ocasiones debe mostrar el carácter fuerte que no cree tener, y el comportarse de manera ruda y agresiva lo conflictúa. El gritón es el que está guiando el suplicio. De la oscuridad emerge una amenaza recurrente hacia nosotros y el protagonista: en un intenso color rojo, un letrero parpadeante con la palabra “Silenzio” –elemento lynchiano que recuerda el Club Silencio, de Mulholland Drive (2001), donde se manifiesta que la banda sonora es una grabación que puede manipularse y desprenderse de la imagen en cualquier momento– que, en repetidas ocasiones, nos pide que no pronunciemos ningún sonido. Berberian… es un filme fascinado por los mecanismos de su propia forma, pero también es un reflejo convincente y atractivo de cómo, al crear y consumir representaciones de la violencia, el hombre puede descender por una espiral de desesperación hasta hundirse en el horror.